viernes, 7 de junio de 2013




MIEDO

Afiladas aristas
oxidadas por el paso de los días.
Puertas de las húmedas grutas
donde vive la memoria.
Insondables arcanos,
poderosos silencios
                               y una gota (...)
que rompe con su estruendo
todo aquel mundo inventado.

Sempiternas escaleras
que viven alojadas en lo oscuro
y que sólo en lo oscuro cobran sentido.
Guaridas del eco
cementerio de los espejos rotos
donde la nitidez es una figuración borrosa...
Ondas en el agua
que revelan
una presencia
acaso terrorífica.

domingo, 30 de octubre de 2011

SUS BRAZOS ERAN SOLAMENTE NUBES



Al principio sólo fue un chispazo sin importancia, apenas como una pequeña descarga eléctrica que quedó completamente olvidada unos minutos después. Se encontró con sus ojos cuando hacía un barrido rutinario por todos los integrantes de la clase, y tuvo un brevísimo sobresalto, que fue tan efímero, que sólo lo pudo analizar mucho más tarde, echando la vista atrás. En el momento de vivirlo, ni siquiera le prestó atención. Ella sólo era una más de las cinco chicas nuevas que se incorporaban a aquella clase de colegio religioso, llena de adolescentes que habían permanecido once años sin injerencia femenina alguna. Su presencia cambiaba la decoración, era como una manita de pintura renovadora, lo chicos andaban mejor vestidos y más perfumados para gustarles a ellas, que aportaban un punto de sutileza desconocido antes en aquel lugar. Así que él quiso atribuirle aquella agradable sensación que tuvo, a la feminidad que endulzaba el ambiente.
Pese a todo, aquel leve sobresalto al verla, con el tiempo le hizo concitar un poco más de atención en esa extraña criatura, silenciosa y tímida que a partir de aquel día ocupó el pupitre justo delante de su mesa. Como tapándose los ojos ante una realidad para la que no estaba preparado, pensó que su interés era meramente sociológico, una suerte de observación antropológica, una especie de curiosidad científica; pero el hecho es que a partir de aquel día, no dejó de observarla. Siempre que podía, cobijado en el silencio de la clase que realizaba alguno de sus ejercicios, la miraba abrir su diccionario, escribir con aquella manera tan extraña y a la vez tan plástica de agarrar el bolígrafo entre los dedos anular y medio. Dirigirse tímidamente a sus compañeros, con su forma de moverse como de alguien alejado de su entorno natural. Le resultaba obvio que aquel no era su sitio, que no se sentía a gusto, que era un elemento extraño entre todos aquellos adolescentes ruidosos y torpes. Ella se movía con la experiencia de unos años que no tenía; caminaba despacio entre los mundanos pupitres con la espalda recta, siempre midiendo las distancias con sus delgados brazos y unas largas manos de aristócrata, jalonadas de venas azuladas. El pelo de color castaño, lo llevaba recogido en una larga coleta que a él le recordaba el modelo de mujer romántica. Estaba seguro, sin apenas haber hablado con ella más de dos o tres palabras, que ella andaba muy por encima del ambiente en el que se movía, como esquivándolo. La imaginaba pensando en cosas más elevadas mientras sus compañeras, oliendo a chicle de fresa, se reunían para ver un programa en la televisión. O paseando sola por la ciudad un sábado por la tarde, huyendo de los infantiles encuentros con los chicos en el centro comercial.
Poco a poco fue avanzando el año, con el ritmo atroz de lo cotidiano, y él seguía observándola temeroso, al dudar de si ella o algún otro alumno, estaría percibiendo la derrota que tomaba aquella obsesión, que se hacía más y más grande cada día que pasaba. Eran días en los que su casa ardía cada tarde, con discusiones eternas y malos entendidos, con noches sin dormir e imperios que se derrumban, y de los que no quedan ni las ruinas después de dieciséis años de convivencia. Por eso la clase se convertía en el único lugar del cuál se podía esperar algo bueno. Al llegar allí, ella le servía de punto de apoyo, le reconciliaba con la vida, demostrándole que no todo estaba perdido.
Fue por aquellos días cuando empezó a escribir su diario, aunque más que un diario era un relato de sus días de observación de aquella criatura. Anotaba las horas, los gestos y cualquier mínimo detalle que percibía de ella. Lo escribía durante la clase y continuaba su redacción en las horas de preparación de las lecciones, sólo en la sala de profesores o incluso en sus momentos de reclusión, en casa, le servía como una forma de evasión. En aquel diario se refirió por primera vez a ella hablando de amor,algo a lo que se había resistido, pero que había acabado por hacerse tan palpable, tan enorme, que ya no podía ocultárselo a si mismo ni un día más. Pensaba en ella continuamente, aunque sus encuentros no habían pasado de dos o tres palabras de trámite, como las que les dicen los profesores a las alumnas; Por favor, entrégueme el ejercicio ,o ¿Ha terminado, señorita?
Mientras tanto, la observaba seguir las clases con atención, y se preocupaba de conocer sus resultados en otras materias, que eran buenos en general, aunque sin excesivos alardes. Ella seguía sentándose en su sitio de siempre, y ahora le habían colocado al lado a unos de los alumnos más rebeldes; un niño de papá, desaliñado y contestatario, que andaba todo el día provocando, en busca de la atención que no se le prestaba en casa. Visiblemente molesta, soportaba con resignación aquella compañía, y parecía refugiarse en los estudios, puede que en las lecturas que él le recomendaba en las clases para huir de su impuesto acompañante.
En su observación, a él le resultaba evidente que no era consciente de su belleza; en contraposición con algunas de sus compañeras, que se crecían en cuanto se sentían observadas, conscientes de la superioridad que les otorgaba su atractivo, ella era ajena a todo aquello y agachaba la vista en cuanto se sentía el centro de atención. En esos momentos, él tenía que hacer un esfuerzo enorme para no acercarse y abrazarla, protegiéndola de aquel ambiente que se antojaba tan hostil.
Un día, corrigiendo exámenes en el despacho que compartía con un compañero, sonó la puerta, y al abrirla, la vio. Con el pelo recogido en una cola de caballo y la levedad de su cuello al aire, sonriéndole con sus enormes ojos verdes… Por un momento pensó que podía llegar a desmayarse, el corazón se le aceleró entre el susto y la emoción, llegó a temer incluso que lo delataran los ruidosos latidos.
- Disculpa, me he asustado un poco – le dijo – estaba absolutamente concentrado en los exámenes.
- Ah! Lo siento, si le molesto, me voy- comentó ella, azorada.
- No, no, no. Pasa. Dime, que querías.
Y entonces ella, comenzó a hablarle de Luis Cernuda, y de sus dudas de cara al examen de la semana que viene. Y él sintió como en el poema de Cernuda que “sus brazos eran solamente nubes; imposible con nubes estrechar hasta el fondo un cuerpo, una fortuna” Y siguieron hablando largo rato, de las dudas de ella y de la generación del veintisiete, de Salinas, de Alberti y de Lorca, de Aleixandre y de Dámaso Alonso. Pero no sólo hablaron de literatura, también hablaron de los planes de ella, que quería ser periodista, y de su adaptación al colegio, que le había costado bastante pero que ahora ya iba mucho mejor. El observó que su acento era un tanto sobrio, y ella le dijo que sus padres eran de Salamanca, y que allí había vivido hasta hacía unos años. Y siguieron conversando hasta que sonó el timbre, y el supo que tenía que ir a dar la próxima clase. Pero le dijo que volviera, aunque sin insistir mucho para no agobiarla, y ella le dijo que volvería sin duda, que se alegraba mucho de haber hablado con él fuera de clase, que en clase tenía un aspecto muy serio, que imponía mucho desde su mesa, siempre tomando notas…
Aquel día, él se marchó a casa con una enorme herida en el pecho, sabía que ya no había vuelta atrás, aunque probablemente no la hubiera desde hace mucho tiempo. Al llegar, se metió en su cuarto de trabajo y estuvo escribiendo hasta altas horas de la noche. Su mujer no volvería, se había ido unos días a vivir a casa de su madre, un periodo de reflexión que, lejos de servir para echarla de menos, lo acercaban al bienestar de épocas pasadas. Abría cada noche una botella de vino, y mientras picaba cualquier cosa, se entregaba a la escritura de su diario, y escribía, ora en verso o en prosa, con mayor fogosidad conforme avanzaba la noche e iba quedando menos vino en la botella. Algunos días se quedaba dormido en el sofá, otros acababa masturbándose fogosamente. Por afinidad de ideas, volvió a leer Lolita, de Navokov, y se dio cuenta de lo sobrevalorado que lo tenía. No se veía reflejado en aquella sordidez, y se sorprendió de la lujuria implícita que despedía. Nada que ver con la pureza que a él le evocaba aquella adulta metida en un cuerpo de niña como la describió un día en sus escritos.
Después del episodio de la sala de profesores, en los encuentros que tenían en los pasillos, su conversación era más fluida, más familiar, aunque tampoco iba más allá de lo que se podía esperar de la charla entre un profesor y una alumna de un colegio religioso. Alguna vez él la instó a volver a hablar, de literatura por supuesto, y ella le aseguró que lo haría. Pero el hecho es que pasaban las semanas y el seguía viviendo de su encuentro en el despacho. Desglosaba todos los detalles de su primera cita como le gustaba llamarla; la mirada de ella, sus pausas al hablar, un tanto más prolongadas de lo habitual y aquella forma de mover las manos a la vez delicada y expresiva. Cada día que pasaba, en él se hacía más patente que había que tomar una decisión. Ella no alcanzaría la mayoría de edad hasta final de curso, por lo que no sería hasta ese momento cuando pudiera cortejarla; soñaba con vivir junto a ella, incluso había empezado a mover algunos contactos para buscar trabajo para el año siguiente, ya que su despido del colegio religioso sería inminente una vez que se conociese la relación que mantenía con una alumna veinte años más joven que él.
Su mujer había vuelto a casa, y aparentemente las cosas iban mejor. Ya no había discusiones, que eran provocadas más a menudo por el carácter inquieto de ella, y parecía que se respiraba mejor. Sin embargo él seguía sumergido en una historia que no le permitía pensar en otra cosa que no fuese en aquellos ojos jóvenes que parecían sorprenderse de todo lo que veían. Cada noche salía a dar un largo paseo por la ciudad, a desahogarse y a poder pensar tranquilamente.
-¿Donde vas?- le preguntaba las primeras noches su mujer.
- A dar una vuelta, necesito un poco de aire- le contestaba él. Y salía por la puerta sin siquiera dirigirle una mirada.
Su mujer no decía nada, y se sentaba en el salón a esperar que llegara, dividida entre la duda de una posible infidelidad y el respeto de quien intenta reconstruir una relación que se ha quedado reducida a la mínima expresión. El caminaba y caminaba, sin una dirección concreta, siguiendo el rastro de las farolas y las oscuras sombras de los árboles nocturnos. En su cabeza, hacía planes de futuro, o simplemente pensaba en ella, analizando sus gestos, su reacción del día anterior cuando al acabar la clase, le regaló la antología de Manuel Altolaguirre.
- Como veo que eres aficionada a la poesía he pensado en prestarte este libro, para que lo leas; hay un poema maravilloso, El ciego amor no sabe de distancias, te lo recomiendo, es mi favorito- Y como el que se aventura por territorios con los que lleva años soñando, se sintió a la vez temeroso y liberado con su implícita declaración de amor.
- Ah, muchas gracias- le dijo ella visiblemente turbada, y sin mirarlo a la cara lo guardó en su carpeta y se fue.
Por supuesto que él no pensaba aceptar el libro cuando ella se lo devolviese.
En ocasiones se planteaba cómo sería la convivencia con alguien dieciocho años menor, y se sentía viejo, derrotado. Recordaba el poema de Gil de Biedma “no volveré a ser joven” y se lamentaba de no haberla encontrado antes, de no tener más o menos la misma edad, y haber compartido con ella las noches de fuego de la juventud, las primeras inquietudes literarias y las primeras preguntas sobre la vida. En aquellos momentos sentía que la vida era un líquido que se le escurría entre las manos escapando a su control. Sin embargo, lo consolaba imaginar la mirada de ella, madura y llena de sabiduría, que le decía que no se preocupara, que los años no son más que un accidente, un detalle sin importancia que no iba a ser un inconveniente para que estuviesen juntos.
Una noche, volviendo a casa después de dos horas de paseo, oyendo sus pasos en la soledad del martes de madrugada, creyó distinguirla a lo lejos, sentada en un coche a unos metros del portal de su casa. Pero no, no era ella, pensó sobresaltado. Sin embargo, conforme se acercaba, la evidencia se hacia más palpable, acelerando su inquietud. Cuando la tuvo sólo a unos metros, ella se giró y lo miró a los ojos sonriendo.
- Hola profesor ¿Qué hace por aquí a estas horas? – Parecía sorprendida, sentada sobre la capot de un coche, con los brazos cruzados, tenía los ojos rojos, como de haber llorado.
- Yo vivo justo aquí al lado…¿y que haces tú por aquí? Mañana hay clase- Y en ese momento una sombra se movió tras él, que se giró asustado.
Y de entre los coches salió Coque Santamaría, el compañero de clase de ella, que intentaba mantener equilibrio mientras salía de entre dos coches subiéndose la bragueta.
- Hombre, profe ¿qué tal? – le dijo burlón. Iba borracho, y le costaba hablar con claridad. En el brevísimo espacio en el que esperó su respuesta, se tambaleó ligeramente, incapaz de mantener el equilibrio.
Y entonces, el resoplido y la carcajada de ella, burlona y ebria que lo dejó helado, desguarnecido, ridículo. La miró a la cara, y como si hubiese despertado de repente, por primera vez la vio con su edad real, tal y como era, tan sólo una niña. Y el halo de su belleza se perdió en pocos segundos; los mismos que tarda en escaparse la vida del rostro de alguien que fallece repentinamente. Y siendo la misma, era tan diferente que le causó un repentino rechazo. Como una sensación instintiva de repulsa.
Como pudo, se despidió y dio media vuelta, y sintió como le acompañaba una soledad inmensa, que junto a él giró la esquina, y junto a él se acostó en el sofá del salón, puesto que le resultaba demasiado obsceno compartir aquella noche la cama con su mujer. Y así, las pocas horas que transcurrieron hasta que entró por el balcón la luz del día, fueron horas densas y pobladas de arrepentimiento y de lágrimas. Navegó por su obsesión y se sintió ridículo mientras se observaba contemplándola, le invadió la rabia del que nada puede hacer contra los hechos ya consumados, y pasó por fases de un miedo atroz, a que sus compañeros le hubiesen sido conscientes de su ofuscamiento. Pensó en los corrillos que se debieron montar a sus espaldas, en las críticas y en la posibilidad de perder su trabajo. Y aquello que incluso el motivaba unos días antes, pensando en una nueva vida junto a ella, como un cambió casi necesario en su vida, ahora se le mostró como algo terrible.
Y entonces, cuando más atribulado andaba, cuando más perdido estaba y su estado de turbación era una espesa niebla que impide tanto avanzar como retroceder, intuyó que sólo había una estrecha vía de salida, y sin siquiera darse cuenta, tomó la decisión de seguirla. Se levantó, y tras tomar una ducha, fue a la cocina, donde preparó un desayuno digno de ocasiones especiales. Utilizando la cubertería de alpaca y la mejor vajilla que tenía en casa, lo sirvió en una bandeja y lo llevó a la cama de su mujer. Ella, entre sorprendida y adormecida, lo recibió con prudencia, como aceptando lo que le estaba sucediendo, pero temerosa del origen de aquel cambio tan repentino. Despeinada y con el rostro aún inexpresivo por el sueño no era bella, es más, nunca lo había sido, acaso tenía una fuerza de superviviente en la mirada, y cierto atractivo derivado de su pelo liso y negro, que con la edad era lo único que no había cambiado. Sin embargo él la observó, y por un instante tuvo la certeza de estar allí donde quería estar, y aquello era algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

EL SAGRADO CORAZON


Resultaba algo normal el hecho de que entre niños se diesen esas manifestaciones de crueldad que hubiesen sido intolerables entre adultos, al menos de manera explícita. En el Sagrado Corazón, era común que todos los alumnos se abalanzaran sobre Cipriano terminar la clase de gimnasia, y que cada uno le diera una pequeña colleja. Se diría que resultaba cómico hasta para él, que después de varios meses de curso, cuando todo acababa parecía esbozar una tímida sonrisa casi de aprobación. Al fin y al cabo, era lo mínimo que se podía esperar hacia un alumno con aquellos ademanes afeminados, sin dejar de lado su debilidad física, o el color blancuzco de su piel. El profesor, un oficial de la armada en la reserva desde hacía muchos años, contemplaba el espectáculo sin entrometerse en aquel “juego de niños” que tanto divertía al grueso de la clase. Al fin y al cabo, él había visto a muchos reaccionar positivamente y sacar pecho ante aquellas humillaciones.
Nadie se extrañaba tampoco de que Julio Santos fuera siempre el chivo expiatorio de cualquier gamberrada que hiciese la clase. Era lo más lógico en alguien con una inteligencia algo mermada, aunque sin llegar a lo patológico, y unas desmedidas ganas de llamar la atención. Se le oía gritar desde el fondo del pasillo y uno lo imaginaba moviendo su enorme corpachón entre los pupitres, deseoso de que los demás riesen ante cualquiera de sus gamberradas. Siempre andaba con el uniforme sucio, y había profesores que lo tiraban de clase nada más franquear la puerta, como medida preventiva. El resto de alumnos estaban sobre aviso de la dureza del maestro, y al fin y al cabo, se decía el maestro, Julio no solía atender a las explicaciones, por lo que no se perdía demasiado.
- Julio, fuera de clase.
- Pero hermano, si yo no he hecho nada.
- Pero lo harás si te quedas – Y toda la clase reía ante la ocurrencia del hermano Federico, que se mesaba la barba pelirroja mientras lo miraba, serio.
Como decía don Genaro, el director, todos los chicos no pueden llegar a la universidad – también necesitamos electricistas y fontaneros, ¡leñe! – Así que para él, uno de sus papeles como educadores, era realizar la criba y poner a cada uno en su sitio. En su opinión realizaban una función social, además de preservar la buena imagen de la institución de cara a los exámenes de acceso a la universidad. Desengáñate, en una clase de cuarenta- le decía el director a un profesor novato- no todos pueden ser atendidos. Así que si aislamos a los más malos y cuidamos a los buenos, el resto se decantarán por éstos últimos.
Y en esa línea del ideario oficioso del colegio, se comportaban la mayoría de los maestros. Era, por lo tanto comprensible, que todos aprobasen la conducta de alguien como Augusto Bravo, hijo y nieto de notarios, y criatura con un enorme potencial académico, que recitaba las lecciones de memoria con sólo leerlas. Es cierto que en ocasiones podía pecar de cruel, de engreído ¿pero quién no lo sería, vista su enorme diferencia intelectual con algunos de sus compañeros? Con el pelo negro, brillante y unos grandes ojos oscuros, todo el mundo quería acercase a Gus, todos percibían su fuerza atractiva.
A Julio Santos lo llamaba gordo – Oye gordo! ¿Te vienes el sábado con nosotros al cine?- Y Julio que no se lo podía creer, ir a pasar la tarde con Gus y sus amigos… – Claro tío! ¿dónde quedamos? – ni siquiera preguntaba qué película iban a ver – En la puerta del colegio a las cinco ¿vale?- Y el viernes por la noche, Julio casi no podía dormir de la ilusión. Por supuesto, al día siguiente no estaba más que Julio el gordo frente a la puerta del colegio, Gus y sus amigos habían quedado para jugar a los bolos y le habían dado plantón.
Eran cosas de niños, como tantas otras, gamberradas como recordarle a Leo que era adoptado, esconderle las gafas durante un día entero a Rafita Boix, o preguntarle a Miguel Pérez que porqué su padre no había venido a por él – Ah! Perdona tío, me olvidaba que tus padres estaban separados Que tu viejo se había ido de casa..Jajaja!!.- Eran hechos que uno tenía que entender como profesor y como integrante de la sociedad. Se trataba de formar ciudadanos de acuerdo con las exigencias de la realidad. Buenos profesionales, que como sus padres, formarían parte de los personajes más insignes de la ciudad.
Y todo discurría plácidamente en el colegio, hasta el día de la noticia.
Sin embargo todo cambió aquel día, el suceso tuvo las mismas consecuencias de una enorme explosión, violenta aunque silenciosa, una devastadora nube invisible que se extendió con mayor velocidad que una onda expansiva. A su paso, hizo añicos la normalidad de aquella comunidad, y puso en duda sus fundamentos, tan consolidados, tan aparentemente firmes. Corría de boca a oído sembrando el miedo. Algunas madres se echaban la mano a la boca, otras incluso era incapaces de reprimir las lágrimas, otras, simplemente no querían ni imaginar que les sucediese algo parecido. Los semblantes palidecieron y durante días no se escuchó ninguna risa adulta, solo susurros. Se diría que habían bajado el volumen de todas las voces al unísono.
La confusión llegó al principio con las diferentes versiones- Me han dicho que es CiprianoQue no, que no, que era Julio Santos, que yo le he visto las piernas gordas, y las Kickers en los pies- Pero tú que vas a ver, si desde que llegó la policía no se puede entrar en toda la planta – Y entrar Julio Santos por allí, preguntando por el tema, quedaba claro que se trataba de otra versión apócrifa, de otro bulo.
Hasta unas horas más tarde no se supo el nombre del alumno que se había colgado de la cisterna, utilizando como soga dos corbatas del uniforme. Pero para cuando los docentes, que aún estaban en la escuela, se enteraron de la verdad, los alumnos estaban en casa disfrutando de un día de descanso, debido al luto declarado en el centro educativo. Mientras que los profesores se cuestionaban las razones de aquella noticia tan sorprendente como cruel, los alumnos se debatían entre la pena por la muerte de un compañero, y la alegría por aquel día de descanso.
Unas horas después, cuando el patio del colegio estaba completamente vacío y silencioso como una enorme criatura sin vida, el director reunió a los maestros que allí hacían tiempo en espera de noticias. Les contó que el alumno fallecido era Miguel Pérez. El chico debió colgarse el día anterior, su madre llevaba buscándolo toda la noche. No había notas, ni nada, y preguntada su madre, tampoco en los últimos días, se habían dado aparentemente causas aparentes que lo pudiesen haber llevado a cometer tamaña atrocidad.
Al día siguiente, el colegio organizó un solemne funeral. Hubo flores y estampitas, música sacra y un enorme silencio. Se paseó el féretro por el patio, y se celebró la misa en la capilla. El obispo, rodeado de dos de los sacerdotes de la escuela, ofició una misa en la que no faltó el coro del Sagrado Corazón ni tampoco la colaboración de algunos alumnos en el momento de la lectura. Asistieron todos los miembros de su clase, vestidos de negro y sentados en las primeras filas. Al acabar la misa, los niños se alinearon frente a la madre de Miguel, y pasaron uno a uno a darle un beso y presentar sus condolencias.
Dos días después se reanudaron las clases, y lo hicieron de una manera muy distinta a la semana anterior. Tanto las horas lectivas como los recreos eran más silenciosos; Cipriano disfrutó de sus primeras clases de gimnasia tranquilas, y Julio Santos reprimió sus ansias de llamar la atención. Nadie escondió las gafas de Rafita Boix, y Gus y sus amigos parecían divertirse junto a sus compañeros. Pero todo aquello duró poco, sólo unas cuantas semanas. Sólo duró el tiempo en que todos tardaron en olvidarse de que durante la última semana de la vida de Miguel Pérez, ni uno sólo de sus compañeros se había dignado a dirigirle la palabra.

Dedicado al Colegio de los Hermanos Maristas

FIN

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL INQUIETANTE MOMENTO DEL BALANCE


La tarde se va escapando lentamente, con la cadencia triste y pausada que todo lo domina los domingos por la tarde. El sol se oculta tras de las montañas, y se asemeja al rastro de un enorme fuego que amenaza con consumirlo todo. Miles de coches transitan una carretera que se diría distinta de la que les vio partir hace tan sólo dos días; los rostros más taciturnos, los maleteros más vacíos, los parabrisas más sucios…
Marcos mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un cigarro, baja un dedo la ventanilla y lo enciende.
- Te he dicho mil veces que no me gusta que fumes en el coche- Luisa habla sin mirarle a la cara, con un tono quedo pero cargado de reprobación.
- Pero si la ventana está abierta…- Marcos le pone cariñosamente la mano en el muslo- Le doy dos caladas y lo tiro.
La velocidad del tráfico desciende a menudo que se aproximan a la ciudad, están prácticamente parados. Ha oscurecido completamente, y entre las potentes luces de los coches, la noche se intuye un territorio inhóspito.
- Sara está más gorda ¿no crees? – dice Luisa ha apoyando un codo en la ventanilla, y descansando la cabeza en la mano.
- No sé, ¿tu la ves más gorda?
- Yo la veo más gorda y más triste, creo que les pasa algo a Iker y a ella. Si te fijas, prácticamente no se han hablado en todo el fin de semana.- Habla mirando al vacío, como si lo que dice, se le estuviese ocurriendo en ese mismo instante- Es horrible estar en pareja cuando las cosas no funcionan…Para eso es mejor estar solo.
- Si - Marcos quiere hacerle ver que la escucha, aunque le molesta sobremanera hablar de la vida de otros. Realmente está atento a la radio, que con un volumen casi imperceptible, no ha dejado de transmitir los partidos de la liga de fútbol.
- Iker y Sara son la típica pareja que no se separará jamás. Es como si tuviesen interiorizado que van a seguir siempre juntos.
- Eso nunca se sabe, mira tu prima Rocío. Tampoco pensábamos que sería capaz de separarse.- Marcos está aburrido de hablar del tema, y se indigna consigo mismo por parecer entretenido. Su buena educación es como un resorte, algo que no puede evitar. Piensa en mostrarse molesto, pero no demasiado, y al final sus palabras le suenan a la de alguien realmente interesado.
- Ya, pero lo de Rocío es diferente. Ignacio le fue infiel.- Luisa cambia de postura, ahora lo mira a la cara, observa su perfil alargado, las gafas de pasta, el frondoso bigote- ¿Tú me has sido infiel alguna vez?
Mirando a Marcos, cualquiera diría que ha recibido un impacto real, más que dialéctico. Su sobresalto le ha hecho agitarse ligeramente. Se ha quedado con la boca entreabierta, mirando al frente.
- ¿Pero se puede saber a qué viene eso ahora? – Marcos ya no está pendiente del fútbol, ya está concentrado en la conversación con Luisa, a la que mira con los ojos muy abiertos, entre la indignación y la duda.
- No sé, siempre me lo he preguntado... No te han faltado oportunidades, con una enfermera, o en todas esas jornadas médicas en las que vais sólo tíos ¿nunca habéis ido a un burdel?
- No entiendo nada… – ahora a Marcos ya la mira a la cara, fijamente aprovechando que la circulación está detenida - ¿se puede saber que mosca te ha picado?
- No tienes que ponerte así, sólo era una pregunta.- dice Luisa dejando de mirarlo- Además, soy tu pareja y tengo derecho a saberlo.
- ¡Pues no, claro que no te he sido infiel! Y aunque tengas derecho a saberlo, creo que este no es momento, ni lugar para una pregunta como esa- Marcos habla con firmeza, elevando un poco el tono de voz, aunque no demasiado.
- Vale, vale. Tranquilo.
El silencio se adueña del coche, sólo se escucha el murmullo del motor. El tráfico se ha vuelto más fluido de repente. Luisa abre la ventanilla para que entre un poco de aire puro. Sin embargo, por la abertura penetra un aire gélido de principios de invierno, y con un olor desagradable, como químico. Están pasando junto a un polígono industrial, y los enormes carteles, iluminados de manera estridente, son estruendosos reclamos llamando la atención en mitad de la noche que crean un paisaje artificial. Luisa observa las calles desiertas del polígono, mientras reflexiona sobre la culpa. La culpa como un gas que penetra por las más finas rendijas, como un contaminante gel, que avanza hasta alcanzar cualquier recodo de tu vida. La que genera una sed de aprobación por el otro, de aceptación por el otro, la necesidad del perdón al fin y al cabo. Maldice a la moral judeo-cristiana en la que se crió, se maldice a si misma, presa dentro de su culpa como dentro de un duro corsé que se ciñe cada vez más a su cuerpo hasta dificultarle la respiración. Por un instante se traslada al momento anterior al nacimiento de su culpa, y piensa en la posibilidad de haber actuado de manera distinta, en volver atrás y cambiar el rumbo de las cosas. Aunque realmente no sabe cuál fue el punto de inflexión; el momento de dar el primer beso, o el de aceptar la primer copa ¿cuándo comenzó a ser infiel? Además, piensa, nada se puede hacer con el pasado, sólo asumir las consecuencias.
Por su parte Marcos, aprovechando el silencio, se ha vuelto a concentrar en el fútbol. Distraído, mira los mojones que marcan los puntos kilométricos de la carretera y piensa que son simbólicos testigos del paso del tiempo; han pasado de ser pilones de hormigón bastos y pesados, a estilizados perfiles hechos de alguna aleación ligera, pintados con modernas pinturas reflectantes.
- Perdona, me he pasado un poco – Luisa le mete cariñosamente la mano en el bolsillo de la camisa, saca un pitillo y se lo pone en la boca.
- Gracias- Marcos sonríe agradecido-
- Creo que estaba un poco celosa. No sé, has pasado mucho tiempo con esa chica, Andrea, la nueva novia de Nicolás. Es muy guapa.
- Por favor, Luisa… - Sigue sonriendo con el cigarro todavía apagado en la boca. Lo enciende mecánicamente y continúa- Pero no puedes hablar en serio. Esa chica tiene veinte años menos que yo. Además no es mi tipo, nunca me han gustado las mujeres altas…Yo prefiero las pequeñitas como tú- Al decirlo le acaricia la cara mientras conduce. Sin mirarla, su caricia es un gesto paternal.
Luisa fuerza una sonrisa que pretende tener tono de disculpa, pero que es la imagen viva de la tristeza. Gira la cara hacia la ventanilla, y aunque sepa que él será incapaz de sospechar ese matiz en ella, se siente incómoda, como desnuda. Fija la mirada en el vacío cambiante que es la noche; se intuye algún arbusto, puede que la silueta de un animal, algo de basura en el arcén. Perdida en sus reflexiones, imagina un paisaje onírico, de colores vivos e irreales. Es un inmenso valle y está desierto, ella está en la cima de una montaña, y oye en la distancia a Marcos gritando su nombre. Entonces piensa, ¿cómo se puede estar tan lejos sentados dentro de un coche?

jueves, 7 de octubre de 2010

LA CARTA





Don Esteban sabe donde venden los mejores salazones de la ciudad, conoce a la perfección el horario de misas de todas las parroquias del barrio, y es de los que piensa que dando no se hace nadie rico. Vive sólo en un pequeño piso con poca luz y los techos altos, en la Calle Curtidores número cinco, y su vida diaria es sistemática hasta lo enfermizo. Se levanta sobre las siete de la mañana y se asea tranquilamente, a las nueve sale de casa embutido en su traje de chaqueta gris, tiene uno de invierno y otro de verano carente de chaleco, que está hecho de un tejido más ligero. Su primera parada es para tomar un café con tostadas en el Bar de Fede, de allí sale a dar su paseo matutino por alguno de los grandes parques públicos de la ciudad más o menos hasta la hora de comer. Por la tarde, después de la siesta lee los diarios gratuitos que recopiló por la mañana y asiste a misa cada día en una parroquia diferente. De vuelta a casa, se prepara algo de cena y se acuesta a leer su colección de Obras completas de escritores ilustres en papel de biblia.
En el día de hoy pocas cosas van a cambiar, no se modificará su aseo matutino ni el café con tostadas, ni la recogida de los periódicos gratuitos. Sólo la aparición de la lluvia, poco frecuente en esta ciudad, le ha hecho modificar su recorrido. Hoy don Esteban se quedará en casa, revisará el correo y ordenará las facturas que lleva recogiendo varios días sin haberles dado una ubicación precisa. Así que de vuelta a casa abre el buzón y retira las cartas, todas son recibos menos una, y todas tienen el remitente escrito con letras de imprenta en el sobre, salvo una, en la cual la dirección de envío está escrita a mano y el remite está ligeramente borroso. Al ver la carta a don Esteban le da un vuelco el corazón, la observa detenidamente sin abrirla y se la guarda en el bolsillo, como si pretendiera ocultarla. Sale a la calle y comienza a andar sin rumbo fijo, calándose hasta los huesos, desprovisto como va de paraguas.
Se mete la mano en el bolsillo y toca la carta, su tacto es como el de cualquier otro papel, no parece muy extensa ya que no debe contener más de un folio. A don Esteban le cuesta respirar, y ha empezado a sudar pese a que la temperatura es más bien fresca. Sabe que tiene que abrir la carta pero le da un miedo terrible el hacerlo.
En contra de su costumbre, camina con la cabeza gacha, ensimismado, pisando algún que otro charco y humedeciéndose los calcetines apenas guarecidos tras los zapatos. Decide entrar en un bar y pedir una copa, ya ni recuerda los años que hace que no bebía alcohol. Con la mano temblorosa, saca la carta del bolsillo y la pone encima de la mesa. La tinta de exterior del sobre se ha corrido, y su aspecto es grotesco. Bajo el sello del Quijote, su dirección es ya casi irreconocible.


Al abrir el sobre, encuentra dentro una foto y una esquela. Observa fugazmente la foto y lee el nombre escrito en el recorte de periódico, aunque ya sabe de quien se trata. Don Esteban parece haber recibido sobre sus hombros un enorme peso, se ha quedado inmóvil, con la mirada perdida en algún lugar lejano. Sin embargo, da la impresión de que hubiera estado esperando desde hace mucho tiempo este momento. Su gesto es más relajado, pese a la enorme tristeza de su mirada, y la mano que ase el vaso ha dejado de temblar. Ya no parece nervioso. Tras unos segundos de ensimismamiento, da la vuelta a la esquela y se concentra en la fotografía.
Al mirarla, una tranquila melancolía lo invade por completo. Es una foto de estudio en blanco y negro, la foto de una familia. En el centro, los padres; él lleva un uniforme militar, tiene el gesto adusto y el porte aristocrático de alguien acostumbrado a dar órdenes. Ella es una mujer gruesa con un vestido oscuro, el pelo ondulado pegado sobre la frente, y está sentada sobre una silla de mimbre. Delante, los niños, vestidos de manera impecable con sus pantalones cortos de franela, uno subido a un caballo de cartón, el otro, mucho más pequeño, descansa en los brazos de la madre. Detrás, el decorado realista retrata una plaza de inspiración neoclásica.
Con la fotografía asida entre los dedos índice y pulgar, don Esteban da un buen trago al coñac, que le sabe ligeramente salado al mezclarse con las lágrimas que se desprendieron de sus ojos. Ahora llora tranquilo, aunque con el gesto inmutable; hacía tanto que no derramaba una lágrima… Conoce bien esa foto, incluso recuerda el día en el que fueron al fotógrafo, el olor a puro habano del estudio, y aquel decorado de colores pasteles, como de casa de muñecas. Y sobre todo recuerda el caballo de cartón que tanto tiempo ansió tener pero del que sólo disfrutaba en el estudio del fotógrafo. Pasa mucho tiempo contemplando la imagen, recreándose en los vívidos recuerdos que le inspira, los olores a pan recién hecho de la tahona de debajo de casa, y el recorrido hasta el colegio con su hermano cogido de la mano, el picor de los sabañones en los dedos, y el aroma de su madre, mezcla de laca y agua de colonia de Álvarez Gómez.
Luego observa la esquela, leer un nombre conocido en letra gruesa de imprenta sobre una cruz es como asomarse a un precipicio, “tu mujer y tus hijos te añoran. Descanse en paz”, la sensación de vértigo es casi física, le produce un ligero mareo y el corazón se le vuelve a acelerar. Pese a todo, él no aparece por ningún lado, lo cual es normal, se dice. Intenta calcular los años que hace que no había visto a su hermano, veinte, quizás veinticinco. Mientras pide otro coñac, decide que llamará a su viuda, Adelina cree que se llama, tuvo tan poco trato con ella... Es más, irá a verla, a ella y a esos sobrinos que jamás llegó a conocer. Repentinamente, experimenta una laxitud desconocida en sus músculos, y pese a la tristeza de la noticia, se siente bien. Le gusta haber tomado esa decisión, está orgulloso de si mismo, de su iniciativa. Al salir a la calle sus pasos son más ágiles que de costumbre. Hablará con Adelina, porque él nunca tuvo rencor, pero el paso de los días, tozudos, uno tras otro, van enfriando las cosas y confundiéndolas. Cuando está a punto de entrar de nuevo a casa, de nuevo rompe su rutina y dando un giro, se encamina hacia un restaurante cercano donde come un magnífico cochinillo acompañado por sus reflexiones y una botella de vino. Es encuentra a gusto pese a la nostalgia que le dejó la funesta noticia, y se da cuenta que hacía mucho tiempo que no se sentía así.
Sin embargo, cuando llega a casa, buscando en el cajón de la cómoda el teléfono de su hermano, entre viejos papeles y recuerdos familiares, descubre el testamento de su madre. Una idea recurrente se apodera de él, la siente como cosida a la boca del estómago. La ha estado continuamente tratando de evitar, pero cuando no puede contenerla más, y la desarrolla, un mundo de reproches hacia su hermano se le viene encima. Sin embargo lucha contra ellos; lo pasado, pasado está… Esteban ¿dónde está tu caridad cristiana?, se dice. Bebe un vaso de agua como para intentar digerir la desazón que le invade, intentando diluir el ardor que lo está corrompiendo. Lo hará, llamará a su cuñada, conocerá a sus sobrinos, y les dirá que no importa todo lo que su padre le hiciera, ni sus desaires ni el trato de favor que recibió del abuelo. He perdonado a vuestro padre, les dirá, lo perdoné hace tiempo. Y les contará paso a paso la historia, no con el objeto de reprocharles nada, sino para que ellos sepan lo que tuvo que vivir. Y que pese a todo, él es una persona magnánima, que sabe perdonar.
En cualquier caso, pese a sus buenas intenciones, la inquietud ha ido en aumento, y ahora la indignación ha tomado sitio en su pecho, se ha extendido por sus brazos y sus mandíbulas, que tensa de manera contundente. Ante su estado de consternación decide darse una tregua, cenar frugalmente y leer, y así lo hace. Distrae su mente batiendo los huevos para su tortilla francesa y friendo una sardina de bota. Ordena la ropa interior para el día siguiente sobre la cómoda; los calzoncillos, un pañuelo con la inicial bordada, calcetines y camiseta, todo meticulosamente dispuesto. Se pone el pijama y se dirige a la estantería del salón donde le espera Stephan Zweig encuadernado en tapas de lustrosa piel. Cuando llega a la cama, antes de leer, repasa el día. Piensa que la diferencia de los duelos de alguien cercano con los de aquellos a los que no ves hace tiempo, es que la tristeza que provocan se mitiga mucho antes. Ocurre igual que en las noticias de los diarios sobre grandes tragedias, al tiempo de haber ocurrido uno se entristece, pero si horas después se busca entre los pliegues internos restos de esa efímera desdicha, no hay ni rastro de ella. En Esteban tampoco hay rastro de la tristeza por la muerte de su hermano. Descanse en paz, dice en voz queda antes de apagar la luz.
Pero no le resulta sencillo conciliar el sueño. En la oscuridad, su rencor es un enemigo que lo persigue sin darle tregua. Surge de cada esquina acechante, y se cuela en cada reflexión, haciéndose cada vez más grande. No importa en lo que piense don Esteban, su cabeza siempre hallará un hilo conductor para volver a hacer surgir sus cuentas pendientes, sus reproches. Otra idea surge en su cabeza, y va tomando fuerza rápidamente, como una marea que sube sin pausa y en pocos minutos lo anega todo. ¿Y si no acude al entierro? ¿si lo deja todo tal y como está? Al fin y al cabo, ni siquiera se han dignado a llamarlo, y él es el hermano del fallecido… Cuando consigue dormirse, un horrible sueño se apodera de su inconsciencia. Él, con su edad actual, tiene puestas unas orejas de burro en la cabeza, y está sentado de espaldas a la pizarra, mirando a toda la clase. Enfrente, un grupo de niños pequeños se ríen de él y le lanzan bolas de papel. Su madre es la profesora. Más tarde, la puerta de la clase se abre y el director anuncia alarmado que un toro anda suelto por el colegio, deja la puerta abierta al marcharse y el animal irrumpe en la clase un minuto después. Cuando el enorme bicho se abalanza hacia don Esteban, éste despierta alarmado.
Al amanecer, el sabor de la duda le deja un regusto amargo en la boca. No sabe aún que hacer. No está acostumbrado a la incertidumbre, y lo cierto es que todos aquellos cambios no le están sentando nada bien. Se encuentra cansado, no ha dormido bien, y le cuesta tener las ideas claras. Incluso experimenta cierta sensación de temor ante aquella ambivalencia; se siente como frente a una inquietante puerta, y no sabe si debe o no abrirla. Cuando se da cuenta de que no está en las mejores condiciones para pensar, decide retomar su rutina habitual. Ya tomará una decisión más adelante.
Cuando sale del bar donde desayuna habitualmente, acude a misa de diez a una parroquia un tanto alejada, y a la salida pasea por uno de sus parques favoritos. Poco a poco, y sin apenas darse cuenta, la cabeza se le va llenando de razones de peso para no llamar a su cuñada; a cada paso, un nuevo motivo surge como un obstáculo en su camino. Puede que no quieran hablar con él, seguro que su hermano siempre lo criticó, probablemente el envío de la carta era más un gesto de despecho que de buena voluntad… Según su costumbre, mientras camina enfrascado en sus razonamientos, recopila cuidadosamente la prensa gratuita y más tarde toma el autobús de vuelta a casa. Observa a una mujer que se ha sentado junto al conductor, debe tener la edad de Adelina, aunque su cuñada no era tan guapa. Y eso sin contar su fuerte carácter; ya su madre era conocida por el genio que tenía. Piensa en la llamada de teléfono, e inventa mil salidas para las posibles reacciones de su cuñada. Antes de llegar a su parada, ya está convencido de que ahora no es momento para cambiar las cosas. Mas tarde, come y duerme la siesta después de leer un poco la prensa. Por la tarde hace unas pequeñas compras, y vuelve de nuevo a casa. Se encuentra mucho más tranquilo después de un día “normal”.
Al entrar, observa la carta encima del taquillón. Ya es un objeto del pasado, la decisión está tomada. No llamará a nadie. Con cierta desgana la guarda en el cajón de la cómoda, junto a sus pocos recuerdos familiares. Entonces, una idea se le instala en la mente. ¿ Alguien mandará una carta parecida cuando él fallezca? Le da un vuelco el corazón, y cuando se da cuenta del abismo que acaba de abrir ante sus pies, da un respingo y se va hacia su habitación a ordenar la ropa interior para mañana, calzoncillos, camiseta, pañuelo... Ordena mentalmente su horario y planifica paso a paso sus actividades, mañana es viernes, día de su misa de once en San Juan y San Vicente.

lunes, 13 de septiembre de 2010

VILLA LAMETTA


El día en que me asesinaron acababa de cumplir los veinte años, tenía el pelo fuerte y rizado, unos ojos jóvenes y vivos, y no sabía muchas cosas que ahora sé. No sabía que Anetta, la preciosa ayudante de cocina, estaba completamente enamorada de mí, aunque después de un furtivo encuentro en el granero, su indiferencia me hiciese llorar y escribirle los más pueriles versos de amor. No sabía que su padre, mi mayordomo, llevaba robándome periódicamente desde la muerte de mi abuelo. Desconocía también, que toda la nobleza de la comarca ansiaba mis tierras con la cruel avidez que sólo es capaz de generar el dinero, y que para conseguirlas, algunos de ellos habían planeado mi muerte.
Desde mi “no ser”, he reflexionado muchas veces sobre la condición humana, pero quizás por haber dejado de ser uno de ellos, nunca he llegado a entender del todo las razones que llevan a los hombres a actuar como lo hacen. En mi condición atemporal, observo sus actos y me siento como un niño al que le alejan los objetos que le pueden resultar dañinos, por más que intento comprenderlos, me es imposible. Imagino que aquel enorme individuo, que más tarde supe que se llamaba Claudio Pizzioli, obtuvo una razonable cantidad de dinero para jugarse el pellejo entrando en mi casa de noche, con una afilada daga con la que me seccionaría la yugular en una delicada obra de carnicería. No desperté, o al menos no fui consciente de ello, cuando el aire me fue faltando y la sangre empapó mi lecho. Aquel intenso color rojo habría de acompañarme durante muchos años.
El infeliz de Pizzioli fue detenido horas después mientras se emborrachaba en una taberna cercana. Los mismos que le encargaron el crimen, lo acabaron colgando en la Plaza Mayor. No sentí nada especial cuando murió aquel hombre, en mi estado actual los sentimientos son meros automatismos, nada duele, ni alegra, nada excita; todo se mide desde la comparación con la vida anterior, desde la mera teoría. De todos modos, ahora que no me queda mucho tiempo aquí, estoy empezando a valorar positivamente lo que tan decaído me tuvo al principio, cuando añoraba mi antiguo estado. Es agradable esta fría indolencia , este paseo por el tiempo como una masa continua, que no avanza ni pesa.
Cuando descubrí que estaba muerto, supe muchas cosas sin que nadie me las contara, las aprendí de una manera extrañamente natural, simplemente las sabía. Sabía que tenía una función, y que hasta que no la terminara no podría marchar. Sabía que no podía salir de las paredes de mi hacienda, que nadie me veía ni me oía y que sólo podía hacerme presente en momentos puntuales, y únicamente para cumplir mi objetivo. Todo esto lo llevaba grabado de una forma irracional, instintiva, de la manera en que se estampan en uno las cosas más importantes.
Al morir mi abuelo, el duque, me dejó como único heredero de una inmensa fortuna, cientos de terrenos y una enorme arca llena de oro traído de sus viajes. Yo era su único nieto, fruto del matrimonio entre su hijo el mayor, que falleció en la guerra a las órdenes del rey, y de una madre que nunca fue la misma tras un difícil parto de gemelos. Mis hermanos apenas sobrevivieron unas horas. Ella murió meses después, yo tenía dos años. Mi abuelo se ocupó de mi crianza con toda la dedicación que le fue posible. Recibí formación militar, y fui instruido en humanidades. Aprendí con la misma intensidad a esquivar el florín adversario y a acariciar las teclas del piano. Desde la simbólica atalaya en la que me encuentro sé que fui un joven feliz, que vivió sin saber de su limitado tiempo, pero aprovechando cualquier oportunidad de solaz que la vida me proporcionaba.
El primero en aparecer por el palacio, días después de mi muerte, fue mi tío Enrico, el hermano de mi abuelo. Bajó de su calesa con el gesto adusto, y con la excusa de rememorar los momentos vividos con aquel familiar fallecido que era yo, se encerró en mis dependencias. Una vez estuvo dentro, registró cajones, removió arcas y hasta levantó tablillas del entarimado, cegado como estaba por su inmensa avaricia. Buscaba escrituras y documentos que le facilitaran el acceso a mis bienes, y sobre todo ansiaba conocer la situación del arca donde mi abuelo guardaba el oro. Mientras mi tío registraba infructuosamente la casa, desatornillé cuidadosamente las ruedas de su carruaje. Minutos después Enrico caía despeñado por un cercano desfiladero.
Nadie lloró su muerte, era un viejo solterón, conocido por su codicia y su mezquindad. Sus criados lo celebraron con regocijo, y yo, aunque no sentí alegría, sí que tuve el alivio de saber que andaba más cerca de mi liberación. Realmente, lo único que echaba de menos eran los paseos por el campo, recluido como estaba en mi vetusta residencia. En todo momento he envidiado la quietud de las hojas en una tórrida tarde de verano, o el porte de los abetos blanqueados por la nieve, los olores de las hierbas aromáticas o la sensación del viento que corta la cara en una fría tarde.
Desde la ventana de mi estudio, en medio del silencio que invade la casa he pasado horas de contemplación, de reflexión, horas de espera.
Una de esas tardes, protegidos por la confusión de las primeras lluvias del otoño, aparecieron mis siguientes visitantes. El barón de Simoni y el alcalde Puzzo aparecieron solos, cada uno en su caballo, del que se apearon sin decirse ni una palabra. Entraron con rapidez, y tras dejar los caballos en la parte trasera, aún sin hablarse, se dirigieron al salón, como cumpliendo el dictado de un plan preestablecido. Allí golpearon suavemente las paredes buscando el sonido hueco de una pared que albelgara el arca, el preciado tesoro tras el que todos andaban. Alineados frente a la misma pared, uno junto a otro, no fue difícil acertarles a los dos, tras desprender cuidadosamente una de las pesadas vigas de sabina del techo. El peso de la madera los abatió sin que supieran siquiera la procedencia del ataque. Ambos murieron en el acto.
Aquello sí tuvo consecuencias inmediatas. Después de aquel día, el castillo tomó mala fama, la gente murmuraba que estaba habitado por fantasmas, hubo quien habló de la maldición de Villa Lametta, y el número de visitantes cayó radicalmente. Aunque no del todo. La codicia es más poderosa que el miedo, y la mezquindad más que la prudencia.
El siguiente en visitar mi casa fue Andrea. Amigo mío desde la infancia, nadie lloró como él frente a mi lápida, jamás hubo una persona más abnegada para conmigo, nadie más atento. Pero el poder de perversión del oro es insondable, y cegado por la sed poseerlo, Andrea llegó caminando un atardecer de primavera. Crujían bajo sus pies las malas hierbas, que habían tomado por completo los otrora vistosos jardines de la entrada. Entonces supe que él también había conspirado contra mi, tuve una revelación, como un fogonazo, y vi su imagen, junto con los otros, negociando el precio de mi muerte con el gigante Pizzioli. Entonces, su muerte se hizo necesaria. Actué con suma paciencia, que es más virtud de muerto que de vivo, y apenas tuve que alzarlo ligeramente para que cayese en el fondo del enorme pozo, en cuyos alrededores buscaba el arca. No me importó que supiese que era yo quien acababa con su vida, aunque tampoco me produjo placer alguno ver su final, gritando mi nombre con desesperación mientras caía. Lo hice como algo inevitable, como parte de un guión escrito hace tiempo.
Tras aquel encuentro, pasé años y años en soledad, mirando el bosque con anhelo, parapetado tras las ventanas de mi hacienda he visto pasar los días y las noches a la velocidad del rayo, he visto crecer la maleza hasta que tapó completamente la vista de la entrada. El tiempo le dio a todo una devastadora mano de pintura; oxidó los metales, pudrió las maderas, ahumó los cristales. El silencio y la soledad se revelaron mucho más sólidos que los muros de este castillo.
Uniendo todos aquellos hechos fui entendiendo nuevas cosas, como que fueron cinco las personas que se reunieron para poner fin a mi vida, y que sólo me quedaba una persona para acabar con mi labor. Entendí que la esperaría, a él o a su descendencia, todo el tiempo que hiciese falta, más allá de los plazos humanos, de las distancias de los hombres, con la perseverancia de la gota de agua que perfora una piedra.
Afuera, en el mundo real, la gente se fue transmitiendo la historia de una maldición de puertas adentro de este castillo, una historia que trascendió generaciones. Lo que no sabían es que la verdadera maldición era su avaricia, con la que convivían a diario, y que es la que hizo a todos aquellos infelices franquear las puertas de mi casa. Diecinueve años un mes y tres días tardó mi suerte en llegar.
Cuando se abrió la verja, llevaba unos días esperándolo, sabiendo que su día estaba cerca. De lejos sólo pude distinguir una joven silueta que se acercaba sigilosamente, unos metros más adelante me llamó la atención su cabello, rizado, bello, poderoso. Cuando lo pude ver de cerca, su cara me trasportó a otra época. Aquel veinteañero de ojos vivos era una réplica mía, su forma de andar, aquellos ojos claros y misteriosos y el hoyuelo en la barbilla herencia de mi familia materna, no dejaban lugar a duda. El chico se quedó mirando en dirección a la ventana en la que yo me encontraba, y aunque sabía que no podía verme, creí sentir algo similar a un estremecimiento.
Un segundo después lo entendí todo. Me vino a la cabeza la dulce imagen de su madre, la joven Anetta, y la no tan dulce de su abuelo Luciano, mi mayordomo, que era el quinto integrante de aquella infausta mesa. Mientras comprendía que la maldición, pasando de padres a hijos, había acabado cayendo sobre mi propia sangre, ya era demasiado tarde. La gran lámpara de araña que yo mismo había afilado con paciencia mortal, cayó de manera incontestable sobre la espalda de mi hijo. Cuando, un instante después, yacía en el suelo, ensangrentado, pálido, pero libre y lejano, supe que mi labor había terminado.

miércoles, 14 de julio de 2010

UNA POSTAL FAMILIAR


La visión del enorme reloj de pared le producía un dolor casi físico, dorado y ostentoso, se erguía junto a la pared como orgulloso de su mal gusto. Nada más entrar, de la puerta de la izquierda salió el maître, un curioso hombrecillo calvo, vestido con un traje de chaqueta excesivamente grande y que saludó efusivamente a los padres de Alberto, y a éste le dio dos sonoros besos. Alberto los presentó;
-Esta es Verónica, y ellos mis suegros- si os puedo llamar así…- Todos sonrieron aquel comentario, menos Martín, que fue incapaz siquiera de fingir una mueca.
Tras los protocolarios saludos y algún que otra anécdota que pretendió ser graciosa, el hombrecillo los hizo pasar a un comedor de paredes empapeladas y una extraña decoración que recogía lo más abyecto del estilo Luis XVI aderezado con algún toque típico español que revelaba el carácter de “asador” del establecimiento. Martín buscó la mirada cómplice de su mujer, Clara, pero ésta se mostraba esquiva.
-¿A que es precioso?- la madre de Alberto cogió del brazo a Clara y le fue mostrando los más pequeños detalles del salón- La mujer de Damián es decoradora, por eso tiene tanto gusto.
Cuando se sentaron, Martín respiró hondo y se pidió como aperitivo un Dry Martini para intentar digerir todas aquellas sensaciones. Frente a él tomó asiento el padre de Alberto, un adinerado marmolista que sudaba abundantemente bajo su traje de chaqueta color crema. La vista de Martín se centró en el alfiler de corbata, dorado con incrustaciones de piedras, el codazo que le dio Clara lo sorprendió pensando dónde sería posible comprar algo así.
-La consulta la tenemos en Duque de Calabria, dónde la tenía el padre de Martín…- dijo Clara sonriendo a los padres de Alberto.
Observando a su mujer se sintió orgulloso de ella, de su refinada delgadez, la piel morena, y ese estilo único de mover las manos, que se hubiesen hecho entender por sí solas, sin necesidad de palabras. Por un momento se reconcilió consigo mismo, se sintió a gusto. Mientras, Clara seguía hablando.
-Martín es la tercera generación de médicos de la familia, y si Dios quiere, Verónica será la cuarta- su hija enrojeció mientras Alberto la cogía cariñosamente de la mano.
Pensó que junto a Clara, ninguna conversación corría peligro, era una criatura social, tras la que él se resguardaba en situaciones incómodas como ésta. Siempre sabía lo que decir, como agradar, y lo ejercitaba en cualquier foro, solícita y educada desde un club social hasta el mercado, desde una recepción oficial, a la cola del cine. Él observaba. Odiaba hablar cuando no tenía nada interesante que decir.
-…Y eso que los objetivos de este año eran de aúpa - Alberto explicaba cómo había conseguido más ventas que ninguno de los otros jefes de área, cargo al que había accedido de manera prematura para lo que solía ser habitual en su empresa.
Martín observó a su hija, sonriente, como envenenada por la peligrosa droga de la juventud, era una digna sucesora de todas las generaciones de jóvenes engañados y felices, enamorados; Verónica era inocente y parecía embobada por aquel vendedor de coches locuaz y atractivo que no había dejado de hablar en toda la noche. Bebió un buen trago de vino como para mitigar su malestar, mientras observaba al padre de Alberto abalanzado sobre el plato, comiendo con fruición y manchándose el frondoso bigote. Martín se sonrió al pensar en su amigo Koldo diciendo “desengáñate, hoy en día sólo llevan bigote los fachas y los maricones”
-…Pues yo ya se lo he dicho a los chicos– rumiaba entre bocado y bocado el marmolista- Yo tengo un piso en el centro que se acaba de quedar vacío, si lo quieren para ellos…
-Tampoco creo que sea tan urgente- intervino Martín, con un punto de disimulada indignación- Al fin y al cabo, Verónica ni siquiera ha terminado la carrera.
- Pero ya sabes que los jóvenes, lo que quieren es estar juntos, cuanto más tiempo mejor, tu ya me entiendes... - Y soltó una sonora carcajada que a él le pareció más propia de alguna especie animal, que de un ser humano.
Martín sintió una especie de indisposición, y en un repentino acceso de ira se recriminó su falta de valor para abandonar la mesa y dejar plantados a aquellos maleducados nuevos ricos. Creyó atisbar la preocupación en la cara de su mujer, que seguía evitando su mirada, como huyendo de una complicidad que sólo podía hacerles daño. Clara introdujo un nuevo tema de conversación que distendió el ambiente de manera inmediata.
Sin embargo, cualquier nuevo giro que tomaba la conversación, a los ojos de Martín, quedaban más claras las carencias de aquel trío; la madre, bien callada, o bien arguyendo obviedades, el padre, seguro siempre de tener la razón, soltando verdades irrefutables y riéndose sus gracias unilateralmente, y su hijo, todo argumentación y carente de fondo, adornando con abundantes palabras las afirmaciones más banales. Y lo peor es que Verónica se sentía a gusto en medio de aquella barbarie, estaba embelesada con los excesos verbales de su pareja, y reía las ocurrencias del padre, que ya en los postres, desprovisto de la americana, parecía haber sido envuelto en su camisa de seda de color imposible.
Pero nada es eterno, y Martín siempre confió en su paciencia, así que haciendo acopio de estoicismo, esperó que aquello acabara, colaborando con monosílabos y afirmaciones redundantes a aquellas conversaciones que tan poco le aportaban. Entonces, después de los postres, cuando “el hombrecillo” empezaba a recoger la mesa, Alberto se levantó.
-Pues como Verónica no se decide a decirlo, lo diré yo. Papás… Clara, Martín- su hija se cubrió la cara con las manos- Verónica y yo nos vamos a casar- y tras ésta afirmación, con su mejor sonrisa en la cara, dio un paso hacia Martín con los brazos abiertos esperando ser correspondido.
Lo primero que le vino a la mente a Martín fue la imagen de un brazo amputado que vio en su época de estudiante, mientras hacía prácticas en el hospital. La violencia del corte hacía que le miembro ni siquiera sangrase. Se le petrificó la sonrisa en la cara, e inconscientemente se levantó y respondió al abrazo de su futuro yerno mientras notaba que sus poros se abrían repentinamente y empezaba a sudar. Lo cierto es que después no hubiera sabido recordar lo que pasó en los siguientes dos minutos, en los que los padres de Alberto, alborozados, abrazaban a su hija y a su mujer, y después cómo no, a él.
-¡El padre de la novia!, como me alegro de que vayamos a ser consuegros- mientras le palmoteaba la espalda, el padre de Alberto pidió al pequeño maître que sacara dos botellas del mejor champán francés.
Cuando cesó el revuelo inicial, al sentarse de nuevo en la silla, Martín buscó la mirada de su mujer, pero ésta sólo concedió en coger su mano, mientras se dirigía a Verónica, preguntándole por los planes que tenían para la ceremonia. Su futuro yerno, excitado como estaba, hablaba incluso más que antes, como para evitar dejar el mínimo hueco de incomodidad en aquella mesa que todos recordarían por mucho tiempo, aunque no por las mismas razones.
Su consuegro no le permitió pagar, sino que le instó a que le devolviera la invitación, pero a solas.
-Ahora tenemos mucho de qué hablar, que ya somos familia.
Cuando tomaron la calle, el frescor nocturno fue un bálsamo para la inquietud de Martín. Mientras andaba hacia el coche, lo abrazaron por detrás. Supo por las largas manos de uñas naturales aunque cuidadas, que se trataba de Verónica. Se giró y le dio un beso en la coronilla.
-Ni se te ocurra pensar que me he planteado dejarme la carrera, pero para qué esperar más, papá. Sé que es él. –En la profundidad de aquellos grandes ojos distinguió ilusión y miedo, y un deseo enorme de ser aceptada.
A Martín se le humedeció la mirada, aunque disimuló como pudo aquella incómoda emoción. Dio un abrazo a su hija y apretó su cintura buscando provocarle cosquillas. Al minuto siguiente ya estaban todos juntos frente a los coches, se despidieron y subieron por parejas cada uno al suyo. Al marcharse hicieron sonar el claxon.
Cuando se quedó a solas con Clara, apenas iluminados por la furtiva luz de las farolas, decidió guardar silencio. Un silencio compartido, confidente, un silencio que decía mucho, aunque no tenía necesidad de decir nada. Pararon en un semáforo, y Clara se giró hacia el, y sonriéndole con cara de incredulidad, se echó las manos a la cara y comenzó a reírse. El rió junto a ella y la abrazó mientras negaba ligeramente con la cabeza.
Unos segundos después, un coche pitó. El semáforo estaba en verde. Clara puso la primera y los dos avanzaron hacia aquel futuro que les estaba esperando, junto a su nueva familia.

FIN