lunes, 19 de abril de 2010

MOMBASA, LAGO VICTORA



1ª PARTE: JOHN Y EL HOMBRE DE FUEGO


El calor es asfixiante en ésta tierra inhóspita que no está hecha para el hombre blanco. En áfrica se sienten inferiores, al menos físicamente. Nada que ver con los debates de la sociedad antropológica de Londres, de la que partieron algunos, ni rastro de la suficiencia y la superioridad con la que entre los ingenieros del ferrocarril pensaban en los indígenas antes de tocar esta tierra. Hay un sentimiento de peligro constante en todos ellos, una omnipresente sensación de fugacidad, la salud pendiendo de un hilo, la existencia como una rama seca presta a quebrarse ante cualquier imprevisto. La vida y la muerte se ven como dos caras de una misma moneda, y aunque muchos añoran el día a día de la urbe londinense, y más de uno dedica todos sus pensamientos a aquel día en el que su misión terminará y embarcarán de vuelta a la civilización, ninguno de ellos es ajeno al latir de la vida a flor de piel. Al saberse al filo de la navaja, aquí ningún acto es liviano, ni las intensas borracheras nocturnas, ni una misa en medio de la selva oficiada por aquel extraño fraile de inusitada delgadez, que hace quince años que vive entre los negros. Nada se olvida fácilmente, ni el encuentro con aquella prostituta etíope que olía a madera noble, ni la mirada de un viejo vendedor de antigüedades.
Ian es irlandés, o al menos eso dice su pasaporte, aunque nació en Kenia. Siendo el hijo del maestro de una explotación de madera no estuvo expuesto a privaciones de ningún tipo, siempre se relacionó con los hijos de los funcionarios del gobierno, y con los de los ingenieros que decidieron trasladar a su familia a aquel lejano lugar. Sin embargo en Ian late el corazón de áfrica, en su desaforado amor por las alturas, o en su ansiedad por cazar, en su irreverente forma de caminar por los lugares más peligrosos, y de enfrentarse a los individuos más indómitos. Los nativos lo llaman “hombre de fuego” por su roja cabellera y lo respetan enormemente. A veces olvida que muchos lo miran cuando atraviesa el puerto de Mombasa con paso firme en busca de un nuevo pasajero, aunque con el paso del tiempo se ha convertido en un personaje más de aquel ordenado desbarajuste. Hoy conduce en su avioneta a un individuo recién llegado. Se gira para mirarlo, y lo observa extraviado y confuso, apostaría a que aquel tipo nunca antes había subido a una avioneta. Lo imagina hace una semana tomando el té en algún pomposo salón, y se dice que el mes que viene, cuando vuelva a verlo, ya no será el mismo. Ha visto cambiar a tantos… algunos adaptándose al terreno y curtiéndose, y otros haciéndose cada vez más pequeños y débiles.
Mr. John Tucker, es un joven ingeniero, tímido e inteligente, que se ha educado en las mejores escuelas de Inglaterra. Pese a sus orígenes burgueses, no ha dudado en abandonar el ruidoso Kensington y dejar allí a su joven esposa, para tomar el mando de las obras del ferrocarril Mombasa-Lago Victoria, tras el fallecimiento del anterior ingeniero-jefe. Su plan es hacer venir a su esposa una vez que se haya adaptado al terreno, adaptación que no se le antoja demasiado fácil tras la visión de caótico puerto de Mombasa. Ahora intenta concentrarse para no vomitar ante los continuos movimientos de la avioneta conducida por aquel extraño irlandés que, pese a sus cabellos rojos, parece uno más entre aquellos primitivos africanos.


2ªPARTE: MAGADI


Al llegar a Magadi, hay una comitiva esperándolos. La plana mayor de la East Africa Railway Corporation se ha reunido para recibirlos. Hay incluso una banda de música compuesta por negros embutidos en uniformes militares, que interpreta el himno británico. Al bajar de la avioneta hay continuos choques de manos, enhorabuenas y sonrisas protocolarias. Han preparado una recepción que incluye un buffet del que Ian disfruta enormemente, mientras que Mr. Tucker no prueba bocado. Por la noche, mientras escribe algunas notas en su diario, echará de menos la apetitosa comida que rechazó.
Cuando la avioneta vuelve a aterrizar en Magadi, un mes después, las cosas son muy distintas. John, como lo llaman todos por expreso deseo suyo evitando los excesivos formalismos, ha dejado crecer su pelo, y se mueve por las obras del ferrocarril con destreza y autoridad. Siempre vestido de manera impecable, su atuendo ha adquirido, sin embargo, una elegante informalidad. Es un hombre activo, y el irlandés observa como las obras han avanzado mucho desde que él tomo el mando. Cuando lo viene a recibir a la pista de aterrizaje, lo saluda efusivamente, se diría incluso que está físicamente fortalecido. Almuerzan juntos en la tienda de Tucker, y éste le pregunta por sus cacerías de leones, el ingeniero se confiesa amante de la caza y le comenta su interés en acompañarlo en alguna de sus expediciones. Ian se muestra encantado con la idea, y hablan afablemente durante horas, hasta que el piloto tiene que partir para no ser alcanzado por la noche.
El vuelo de vuelta a Mombasa es espectacular, Ian observa los paisajes vírgenes bajo el sol del atardecer, un manto anaranjado se extiende sobre la sabana, y con la bajada de la temperatura los animales salen a beber y a cazar. Observa manadas de elefantes, familias de jirafas y enormes agrupaciones de ñus. Los hipopótamos salen del agua en la que se guarecieron del calor durante el día, y tranquilos y peligrosos pastan a las orillas del río. Los únicos hombres que observa son los pastores masais, que conducen a sus famélicas vacas en busca de los mejores pastos. Sus casas, de techo de barro son casi imperceptibles desde el cielo. Sin embargo, todo cambia al acercarse a Mombasa, donde se multiplican las pequeñas construcciones, y las calles son transitadas por cientos de nativos en ruidosa comitiva.


3ª PARTE: LA CARTA


“En los meses que siguieron a aquella visita, vi unas cuantas veces más a John Tucker, y aunque nunca concretamos aquella cacería de la que siempre hablábamos, sí adquirimos cierta complicidad. En mis visitas, siempre cenaba en su tienda, y compartíamos largas sobremesas en las que hablábamos de los temas más diversos.
Supe que su vocación era la poesía, pero que su padre, un estricto oficial del ejército inglés, nunca toleró sus devaneos con T.S. Eliot o Byron. John se crió en Mumbai, donde vivía con su familia, en un campamento del ejército inglés, y allí conoció a su mujer Sara. Adoraba hablar de su mujer, y uno era capaz de sentir que la conocía, únicamente guiado por sus descripciones, crípticas pero de una tremenda efectividad. Aborrecía todo lo relacionado con los militares, es probable que debido a su experiencia personal, y hablando de política sabía como tumbar a cualquier adversario.
Después, pasé varios meses sin verlo debido a una caída del caballo en una expedición a Uganda, que me tuvo postrado durante meses, y a punto estuvo de dejarme cojo. Una vez repuesto, mi primer viaje fue a Magadi. Había llegado una misiva urgente para Mr. Tucker y me brindé a llevársela en persona. Recuerdo perfectamente aquel viaje, durante los meses anteriores había llegado a pensar que tendría que dejar de pilotar, por lo que me sentí como si estuviese volando por primera vez. Con el sol del amanecer, aquella tierra parecía estar siendo inventada para mí, sus colores crudos y ocres, la elegancia de las acacias recortadas sobre el horizonte, la vida en cada palmo de terreno brotando nueva.
Cuando le di la carta, John me miró inexpresivo, y tomamos el té aún con la misiva cerrada sobre la mesa. Nada hacia presagiar el desenlace de aquella historia, salvo un extraño brillo en la mirada, entre la distancia y la resignación. Al cabo de un rato, nos despedimos, y volví a Mombasa. Meses después me enteré de que al recibir aquel mensaje, ya sabía que su mujer estaba gravemente enferma por otra carta que su suegro le había mandado unas semanas antes. Sin embargo sus obligaciones laborales le imposibilitaban abandonar Kenya, en ese momento estaban construyendo un enorme puente que quedaría paralizado sin la presencia de Tucker.
Así que concluyó su misión, aquella para la que había venido hasta aquí Y el día después de la inauguración de la línea férrea desapareció. Lo vieron alejarse en uno de sus paseos diarios al amanecer, y nadie le dio excesiva importancia. Antes de caer la noche ya lo estaban buscando, y así transcurrieron varias semanas. Rastrearon palmo a palmo los caminos, preguntaron a todos los jefes de los clanes de alrededor y a los pastores masais, pero nadie pudo dar una pista concluyente para encontrar a Tucker. Muchos lo habían visto, pero había seguido su camino. Me uní a la búsqueda una semana después de su desaparición, e hicimos una batida aérea de la zona, pero nada tuvo el menor resultado, se diría que se lo había tragado la tierra. Lo único que se encontró, unos meses después, en una zona muy distante a la del campamento, fue el diario de John y jirones de su ropa. El pastor que hizo el hallazgo pensó que lo habrían devorado los leones. Semanas después pude leer el diario de mi amigo.”


4ª PARTE: EL DIARIO


“Igual que escribo esto en un papel, podría gritarlo al viento, o susurrarlo a los centenarios eucaliptos que rodean mi tienda. Si mis palabras van a ser oídas, lo serán igualmente. Miro el espacio que me rodea y que iba a ser acondicionado para los dos, y estoy seguro de que te hubiese encantado. Esta tierra es tan bella, y su gente tan especial… En contraposición a lo que se dice en Londres, los nativos son gente respetuosa y con una dignidad fuera de lo común, tienen perenne la sonrisa en el rostro, y unas ganas inacabables de aprender.
He sido tantas personas distintas desde que llegué aquí… Al principio era desconfiado y débil, andaba observando atónito todo lo que acontecía a mi alrededor, temeroso de todo, añorando la civilización. Luego fui acostumbrándome, intentando comprender, abriéndome poco a poco. Ahora sé que no volveré, que este es mi sitio.
Llevo semanas vagando, guiado sólo por el instinto de supervivencia que no me deja caer. He atravesado ríos, y dormido en lugares tan bellos como peligrosos, pero mi deseo de abandonar no debe ser tan grande, porque siempre sigo hacia adelante. La semana pasada dormí con unos pastores que me obligaron a guarecerme con ellos en un cobertizo de barro y a compartir unas gachas de arroz que habían cocinado. Sólo el contacto con la gente me devuelve a la realidad.
Pero te confieso que cada vez ando más cansado, y soy menos cuidadoso con mis actos, ayer, una familia entera de leones pasó junto al camino en el que descansaba, y mirándome, siguieron de largo. Sé que todavía ando cerca de su territorio, puede que me tengan vigilado. No sé si tendré la misma suerte muchas más veces, y no sé si quiero tenerla. Ultimamente sólo tengo ojos para la oscuridad:

I had a dream, which was not all a dream.
The bright sun was extinguish'd, and the stars
Did wander darkling in the eternal space,
Rayless, and pathless, and the icy earth
Swung blind and blackening in the moonless air.
DARKNESS - Lord Byron. “