domingo, 30 de octubre de 2011

SUS BRAZOS ERAN SOLAMENTE NUBES



Al principio sólo fue un chispazo sin importancia, apenas como una pequeña descarga eléctrica que quedó completamente olvidada unos minutos después. Se encontró con sus ojos cuando hacía un barrido rutinario por todos los integrantes de la clase, y tuvo un brevísimo sobresalto, que fue tan efímero, que sólo lo pudo analizar mucho más tarde, echando la vista atrás. En el momento de vivirlo, ni siquiera le prestó atención. Ella sólo era una más de las cinco chicas nuevas que se incorporaban a aquella clase de colegio religioso, llena de adolescentes que habían permanecido once años sin injerencia femenina alguna. Su presencia cambiaba la decoración, era como una manita de pintura renovadora, lo chicos andaban mejor vestidos y más perfumados para gustarles a ellas, que aportaban un punto de sutileza desconocido antes en aquel lugar. Así que él quiso atribuirle aquella agradable sensación que tuvo, a la feminidad que endulzaba el ambiente.
Pese a todo, aquel leve sobresalto al verla, con el tiempo le hizo concitar un poco más de atención en esa extraña criatura, silenciosa y tímida que a partir de aquel día ocupó el pupitre justo delante de su mesa. Como tapándose los ojos ante una realidad para la que no estaba preparado, pensó que su interés era meramente sociológico, una suerte de observación antropológica, una especie de curiosidad científica; pero el hecho es que a partir de aquel día, no dejó de observarla. Siempre que podía, cobijado en el silencio de la clase que realizaba alguno de sus ejercicios, la miraba abrir su diccionario, escribir con aquella manera tan extraña y a la vez tan plástica de agarrar el bolígrafo entre los dedos anular y medio. Dirigirse tímidamente a sus compañeros, con su forma de moverse como de alguien alejado de su entorno natural. Le resultaba obvio que aquel no era su sitio, que no se sentía a gusto, que era un elemento extraño entre todos aquellos adolescentes ruidosos y torpes. Ella se movía con la experiencia de unos años que no tenía; caminaba despacio entre los mundanos pupitres con la espalda recta, siempre midiendo las distancias con sus delgados brazos y unas largas manos de aristócrata, jalonadas de venas azuladas. El pelo de color castaño, lo llevaba recogido en una larga coleta que a él le recordaba el modelo de mujer romántica. Estaba seguro, sin apenas haber hablado con ella más de dos o tres palabras, que ella andaba muy por encima del ambiente en el que se movía, como esquivándolo. La imaginaba pensando en cosas más elevadas mientras sus compañeras, oliendo a chicle de fresa, se reunían para ver un programa en la televisión. O paseando sola por la ciudad un sábado por la tarde, huyendo de los infantiles encuentros con los chicos en el centro comercial.
Poco a poco fue avanzando el año, con el ritmo atroz de lo cotidiano, y él seguía observándola temeroso, al dudar de si ella o algún otro alumno, estaría percibiendo la derrota que tomaba aquella obsesión, que se hacía más y más grande cada día que pasaba. Eran días en los que su casa ardía cada tarde, con discusiones eternas y malos entendidos, con noches sin dormir e imperios que se derrumban, y de los que no quedan ni las ruinas después de dieciséis años de convivencia. Por eso la clase se convertía en el único lugar del cuál se podía esperar algo bueno. Al llegar allí, ella le servía de punto de apoyo, le reconciliaba con la vida, demostrándole que no todo estaba perdido.
Fue por aquellos días cuando empezó a escribir su diario, aunque más que un diario era un relato de sus días de observación de aquella criatura. Anotaba las horas, los gestos y cualquier mínimo detalle que percibía de ella. Lo escribía durante la clase y continuaba su redacción en las horas de preparación de las lecciones, sólo en la sala de profesores o incluso en sus momentos de reclusión, en casa, le servía como una forma de evasión. En aquel diario se refirió por primera vez a ella hablando de amor,algo a lo que se había resistido, pero que había acabado por hacerse tan palpable, tan enorme, que ya no podía ocultárselo a si mismo ni un día más. Pensaba en ella continuamente, aunque sus encuentros no habían pasado de dos o tres palabras de trámite, como las que les dicen los profesores a las alumnas; Por favor, entrégueme el ejercicio ,o ¿Ha terminado, señorita?
Mientras tanto, la observaba seguir las clases con atención, y se preocupaba de conocer sus resultados en otras materias, que eran buenos en general, aunque sin excesivos alardes. Ella seguía sentándose en su sitio de siempre, y ahora le habían colocado al lado a unos de los alumnos más rebeldes; un niño de papá, desaliñado y contestatario, que andaba todo el día provocando, en busca de la atención que no se le prestaba en casa. Visiblemente molesta, soportaba con resignación aquella compañía, y parecía refugiarse en los estudios, puede que en las lecturas que él le recomendaba en las clases para huir de su impuesto acompañante.
En su observación, a él le resultaba evidente que no era consciente de su belleza; en contraposición con algunas de sus compañeras, que se crecían en cuanto se sentían observadas, conscientes de la superioridad que les otorgaba su atractivo, ella era ajena a todo aquello y agachaba la vista en cuanto se sentía el centro de atención. En esos momentos, él tenía que hacer un esfuerzo enorme para no acercarse y abrazarla, protegiéndola de aquel ambiente que se antojaba tan hostil.
Un día, corrigiendo exámenes en el despacho que compartía con un compañero, sonó la puerta, y al abrirla, la vio. Con el pelo recogido en una cola de caballo y la levedad de su cuello al aire, sonriéndole con sus enormes ojos verdes… Por un momento pensó que podía llegar a desmayarse, el corazón se le aceleró entre el susto y la emoción, llegó a temer incluso que lo delataran los ruidosos latidos.
- Disculpa, me he asustado un poco – le dijo – estaba absolutamente concentrado en los exámenes.
- Ah! Lo siento, si le molesto, me voy- comentó ella, azorada.
- No, no, no. Pasa. Dime, que querías.
Y entonces ella, comenzó a hablarle de Luis Cernuda, y de sus dudas de cara al examen de la semana que viene. Y él sintió como en el poema de Cernuda que “sus brazos eran solamente nubes; imposible con nubes estrechar hasta el fondo un cuerpo, una fortuna” Y siguieron hablando largo rato, de las dudas de ella y de la generación del veintisiete, de Salinas, de Alberti y de Lorca, de Aleixandre y de Dámaso Alonso. Pero no sólo hablaron de literatura, también hablaron de los planes de ella, que quería ser periodista, y de su adaptación al colegio, que le había costado bastante pero que ahora ya iba mucho mejor. El observó que su acento era un tanto sobrio, y ella le dijo que sus padres eran de Salamanca, y que allí había vivido hasta hacía unos años. Y siguieron conversando hasta que sonó el timbre, y el supo que tenía que ir a dar la próxima clase. Pero le dijo que volviera, aunque sin insistir mucho para no agobiarla, y ella le dijo que volvería sin duda, que se alegraba mucho de haber hablado con él fuera de clase, que en clase tenía un aspecto muy serio, que imponía mucho desde su mesa, siempre tomando notas…
Aquel día, él se marchó a casa con una enorme herida en el pecho, sabía que ya no había vuelta atrás, aunque probablemente no la hubiera desde hace mucho tiempo. Al llegar, se metió en su cuarto de trabajo y estuvo escribiendo hasta altas horas de la noche. Su mujer no volvería, se había ido unos días a vivir a casa de su madre, un periodo de reflexión que, lejos de servir para echarla de menos, lo acercaban al bienestar de épocas pasadas. Abría cada noche una botella de vino, y mientras picaba cualquier cosa, se entregaba a la escritura de su diario, y escribía, ora en verso o en prosa, con mayor fogosidad conforme avanzaba la noche e iba quedando menos vino en la botella. Algunos días se quedaba dormido en el sofá, otros acababa masturbándose fogosamente. Por afinidad de ideas, volvió a leer Lolita, de Navokov, y se dio cuenta de lo sobrevalorado que lo tenía. No se veía reflejado en aquella sordidez, y se sorprendió de la lujuria implícita que despedía. Nada que ver con la pureza que a él le evocaba aquella adulta metida en un cuerpo de niña como la describió un día en sus escritos.
Después del episodio de la sala de profesores, en los encuentros que tenían en los pasillos, su conversación era más fluida, más familiar, aunque tampoco iba más allá de lo que se podía esperar de la charla entre un profesor y una alumna de un colegio religioso. Alguna vez él la instó a volver a hablar, de literatura por supuesto, y ella le aseguró que lo haría. Pero el hecho es que pasaban las semanas y el seguía viviendo de su encuentro en el despacho. Desglosaba todos los detalles de su primera cita como le gustaba llamarla; la mirada de ella, sus pausas al hablar, un tanto más prolongadas de lo habitual y aquella forma de mover las manos a la vez delicada y expresiva. Cada día que pasaba, en él se hacía más patente que había que tomar una decisión. Ella no alcanzaría la mayoría de edad hasta final de curso, por lo que no sería hasta ese momento cuando pudiera cortejarla; soñaba con vivir junto a ella, incluso había empezado a mover algunos contactos para buscar trabajo para el año siguiente, ya que su despido del colegio religioso sería inminente una vez que se conociese la relación que mantenía con una alumna veinte años más joven que él.
Su mujer había vuelto a casa, y aparentemente las cosas iban mejor. Ya no había discusiones, que eran provocadas más a menudo por el carácter inquieto de ella, y parecía que se respiraba mejor. Sin embargo él seguía sumergido en una historia que no le permitía pensar en otra cosa que no fuese en aquellos ojos jóvenes que parecían sorprenderse de todo lo que veían. Cada noche salía a dar un largo paseo por la ciudad, a desahogarse y a poder pensar tranquilamente.
-¿Donde vas?- le preguntaba las primeras noches su mujer.
- A dar una vuelta, necesito un poco de aire- le contestaba él. Y salía por la puerta sin siquiera dirigirle una mirada.
Su mujer no decía nada, y se sentaba en el salón a esperar que llegara, dividida entre la duda de una posible infidelidad y el respeto de quien intenta reconstruir una relación que se ha quedado reducida a la mínima expresión. El caminaba y caminaba, sin una dirección concreta, siguiendo el rastro de las farolas y las oscuras sombras de los árboles nocturnos. En su cabeza, hacía planes de futuro, o simplemente pensaba en ella, analizando sus gestos, su reacción del día anterior cuando al acabar la clase, le regaló la antología de Manuel Altolaguirre.
- Como veo que eres aficionada a la poesía he pensado en prestarte este libro, para que lo leas; hay un poema maravilloso, El ciego amor no sabe de distancias, te lo recomiendo, es mi favorito- Y como el que se aventura por territorios con los que lleva años soñando, se sintió a la vez temeroso y liberado con su implícita declaración de amor.
- Ah, muchas gracias- le dijo ella visiblemente turbada, y sin mirarlo a la cara lo guardó en su carpeta y se fue.
Por supuesto que él no pensaba aceptar el libro cuando ella se lo devolviese.
En ocasiones se planteaba cómo sería la convivencia con alguien dieciocho años menor, y se sentía viejo, derrotado. Recordaba el poema de Gil de Biedma “no volveré a ser joven” y se lamentaba de no haberla encontrado antes, de no tener más o menos la misma edad, y haber compartido con ella las noches de fuego de la juventud, las primeras inquietudes literarias y las primeras preguntas sobre la vida. En aquellos momentos sentía que la vida era un líquido que se le escurría entre las manos escapando a su control. Sin embargo, lo consolaba imaginar la mirada de ella, madura y llena de sabiduría, que le decía que no se preocupara, que los años no son más que un accidente, un detalle sin importancia que no iba a ser un inconveniente para que estuviesen juntos.
Una noche, volviendo a casa después de dos horas de paseo, oyendo sus pasos en la soledad del martes de madrugada, creyó distinguirla a lo lejos, sentada en un coche a unos metros del portal de su casa. Pero no, no era ella, pensó sobresaltado. Sin embargo, conforme se acercaba, la evidencia se hacia más palpable, acelerando su inquietud. Cuando la tuvo sólo a unos metros, ella se giró y lo miró a los ojos sonriendo.
- Hola profesor ¿Qué hace por aquí a estas horas? – Parecía sorprendida, sentada sobre la capot de un coche, con los brazos cruzados, tenía los ojos rojos, como de haber llorado.
- Yo vivo justo aquí al lado…¿y que haces tú por aquí? Mañana hay clase- Y en ese momento una sombra se movió tras él, que se giró asustado.
Y de entre los coches salió Coque Santamaría, el compañero de clase de ella, que intentaba mantener equilibrio mientras salía de entre dos coches subiéndose la bragueta.
- Hombre, profe ¿qué tal? – le dijo burlón. Iba borracho, y le costaba hablar con claridad. En el brevísimo espacio en el que esperó su respuesta, se tambaleó ligeramente, incapaz de mantener el equilibrio.
Y entonces, el resoplido y la carcajada de ella, burlona y ebria que lo dejó helado, desguarnecido, ridículo. La miró a la cara, y como si hubiese despertado de repente, por primera vez la vio con su edad real, tal y como era, tan sólo una niña. Y el halo de su belleza se perdió en pocos segundos; los mismos que tarda en escaparse la vida del rostro de alguien que fallece repentinamente. Y siendo la misma, era tan diferente que le causó un repentino rechazo. Como una sensación instintiva de repulsa.
Como pudo, se despidió y dio media vuelta, y sintió como le acompañaba una soledad inmensa, que junto a él giró la esquina, y junto a él se acostó en el sofá del salón, puesto que le resultaba demasiado obsceno compartir aquella noche la cama con su mujer. Y así, las pocas horas que transcurrieron hasta que entró por el balcón la luz del día, fueron horas densas y pobladas de arrepentimiento y de lágrimas. Navegó por su obsesión y se sintió ridículo mientras se observaba contemplándola, le invadió la rabia del que nada puede hacer contra los hechos ya consumados, y pasó por fases de un miedo atroz, a que sus compañeros le hubiesen sido conscientes de su ofuscamiento. Pensó en los corrillos que se debieron montar a sus espaldas, en las críticas y en la posibilidad de perder su trabajo. Y aquello que incluso el motivaba unos días antes, pensando en una nueva vida junto a ella, como un cambió casi necesario en su vida, ahora se le mostró como algo terrible.
Y entonces, cuando más atribulado andaba, cuando más perdido estaba y su estado de turbación era una espesa niebla que impide tanto avanzar como retroceder, intuyó que sólo había una estrecha vía de salida, y sin siquiera darse cuenta, tomó la decisión de seguirla. Se levantó, y tras tomar una ducha, fue a la cocina, donde preparó un desayuno digno de ocasiones especiales. Utilizando la cubertería de alpaca y la mejor vajilla que tenía en casa, lo sirvió en una bandeja y lo llevó a la cama de su mujer. Ella, entre sorprendida y adormecida, lo recibió con prudencia, como aceptando lo que le estaba sucediendo, pero temerosa del origen de aquel cambio tan repentino. Despeinada y con el rostro aún inexpresivo por el sueño no era bella, es más, nunca lo había sido, acaso tenía una fuerza de superviviente en la mirada, y cierto atractivo derivado de su pelo liso y negro, que con la edad era lo único que no había cambiado. Sin embargo él la observó, y por un instante tuvo la certeza de estar allí donde quería estar, y aquello era algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo.