domingo, 9 de mayo de 2010

CLARA Y ESTANIS


Clara sabe que no es la manera, ni la hora ni el lugar, es consciente de que debería esperar un tiempo, dejar pasar unos días de tranquilidad, incluso unas semanas. No porque piense que existe solución, sino para encontrar una coyuntura más favorable, ese momento en el que uno siente que tiene que dar el paso. Pero ha tomado una decisión, y esta vez no se echará atrás. Al fin y al cabo, esto no es un problema nuevo, lleva mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, analizando los pros y los contras. Sus últimos meses han sido una lucha continua entre dos fuerzas ambivalentes; el deseo de marcharse, proveniente de su corazón, y la obligación de seguir intentándolo, que nacía de su cerebro. Siempre fuiste demasiado cerebral, Clarita, se recrimina mientras cruza la calle hacia la parada de taxis.
Concentrada como anda en sus reflexiones, el timbre del teléfono la asusta, el corazón le da un vuelco. Rebusca en su bolso y al final lo encuentra, tembloroso e iluminado, con un nombre escrito en la pantalla, Rubén trabajo, no lo coge. Silenciándolo, lo vuelve a dejar en el bolso y llama a un taxi.


Estanis se está quedando dormido, el sol de la mañana inunda su habitación de una agradable calidez. Si no fuese ese por olor químico que lo invade todo, los hospitales serian un lugar agradable. Mientras le atrapa el sueño, reflexiona. Una vez escuchó decir que los momentos previos y posteriores al sueño eran los de mayor lucidez, relajado y en la cama; así que piensa en el futuro, en la vida que le espera ahora. La realidad está agazapada detrás de la puerta de su habitación. Sabe que la visita del médico de esta mañana ha sido un punto de inflexión sabe que marcará un antes y un después. Sus noticias han sido como un bofetón ligero pero humillante, como de actriz de Hollywood de los años cincuenta.
La puerta se abre de par en par y entra una enfermera joven, con el pelo teñido de rubio y unos grandes pechos que bailan libres dentro de la bata. ¿Qué tal, cariño? ¿Cómo has pasado la noche? Le molesta la excesiva familiaridad de la chica, pero no dice nada. Entre palabras de afecto le quita el gotero, y al ir a coger algo de la mesa, le pasa las tetas por la cara. Recoge, y se va entre el rítmico ruido de sus zuecos chocando contra el suelo.


Rubén no es la razón, sino una consecuencia de todos estos años de hastío. Clara siente que está llegando a la salida de un enorme túnel, pese a lo duro que está resultando todo, siente una íntima satisfacción en lo que está haciendo, por primera es ella la que dirige su destino. Intuye que sólo hay un camino para salir de la oscuridad, y el camino es Rubén. Mientras pasan rápidos por la ventanilla los enormes edificios de la Castellana, le parece sentir la mano de Rubén, enorme, asiéndola pasional por la cintura. Cuando lo vio, lo sintió tan ajeno a si misma que ni siquiera huyó, no rechazó su contacto y se erigió en una especie de hermana mayor, en una confesora que acabó cazada por su monitor de gimnasio ¿o fue él el cazado?
Se siente rejuveneces ante la cascada de sensaciones que ha descubierto de su mano, justo cuando se había dado por vencida. Sabe que no tendrá muchas oportunidades más de renacer de sus cenizas, y se aferra a la vida huyendo del campo de batalla de su casa. Ha aceptado el trueque; cambia gravedad por ligereza, un hombre con el peso del mundo sobre los hombros, por otro que parece levitar. Y aunque no quiera admitirlo, se dice a sí misma, cambia veinte años de más, por veinte menos…

Ayer, cuando la vio entrar, se trasportó a otra época. Con aquella camisa blanca, Clara estaba espectacular. Y su olor, indefinible, fresco, que transformaba en propio fuera cualquiera que fuese el perfume que utilizara. Pero lo mejor vino cuando entró Julián, y ella se sentó junto a la cama, sonriente ante las tonterías del tarado de su amigo, y dejó caer su mano sobre la de Estanis. Hacía tanto tiempo que no se sentía tocado por Clara... Fue un momento de tal excitación que Estanis tuvo que concentrarse para contener una erección. Se dio cuenta de que hacía mucho que no había mirado a Clara, demasiado tiempo sin olerla, sin fijarse en los hoyuelos de sus mejillas al sonreír. Estuvo a punto de gritar. Es más, estaba seguro de que si todo aquello hubiese sucedido después de la funesta visita del doctor, hubiese gritado.
Maldita enfermedad que lo estaba haciendo confundirse. Cuando volviera por la tarde, a buen seguro Clara sería la misma de los últimos años, con aquella sonrisa horizontal, como forzada, y ese aire ausente de los últimos meses.

La repetición del engaño conduce a la impunidad, o al menos disipa el sentimiento de culpa. La primera vez que Clara se acostó con Rubén, se sentía sucia, indigna; miraba de soslayo a Estanis y casi no podía soportar mantener la boca cerrada, no contarle la verdad, no arrojársela a la cara como quien lanza un vaso de agua. Pero se fue habituando, sus encuentros quedaron para los martes y los jueves, encubiertos por la clase de aerobic, y algún que otro fin de semana de tanto en tanto. Sin embargo, al rascar en su interior, Clara encontraba un arrepentimiento pesado y pegajoso del que nunca se podría librar, que la hacía mortificarse hasta en los momentos más íntimos con Rubén. Y además, ahora con el ingreso de Estanis, las cosas empeoraban, su culpa era más grande que nunca, ocupando todo el espacio que dejaban sus ganas de descubrir.
¿ Le pasa algo, señora? ¿la puedo ayudar?- el taxista había parado delante del hospital, y ella lloraba como una tonta, sin darse cuenta de que habían llegado a su destino, y aquel hombre quería cobrar la carrera. Pago y se marchó, agradeciéndole su atención.

Definitivamente se ha desvelado, ya no retomará el sueño matutino. Mira el reloj y se dice que Clara debe estar al llegar. Ha pensado, como un niño, en la posibilidad de no afrontar la realidad, de no decirle nada a Clara, y que las cosas sigan como ahora; ella cuidándolo en aquella urna de cristal que es el hospital, y él mientras buscando la mejor estrategia para reconquistarla. Pero es imposible quedarse inmóvil, su vida es como en un barco, en el que sólo hay dos opciones, avanzar o retroceder, intuye que su natural inmovilismo no le sacará esta vez de los problemas. Se siente un auténtico perdedor, hace tiempo que entró en una espiral de autocompasión, y casi le hace bien este enorme vacío, al menos así ahuyenta los fantasmas de la culpa. Porque, mírate a los ojos Estanis, se dice, ¿De veras crees que no te mereces todo esto?
Se ha llevado un buen susto al abrirse la puerta. Es Clara. La observa más seria, los ojos vidriosos, y esa línea recta en la sonrisa, más tensa incluso de lo habitual. Lo saluda, y le pregunta por sus estado, pero ni se sienta, ni deja siquiera el bolso en la silla. Estanis huele el peligro de una forma animal, y por un momento piensa en huir.

Se lo ha dicho todo. Le ha dado fechas, y datos concretos, le ha expuesto las razones y su decisión de irse. Sin sentarse siquiera, desde un extremo de la habitación, derramando sin parar lágrimas de arrepentimiento y de liberación, llorando por las heridas de él y por las suyas, por la injusticia de este mundo y por el vacío que se iba formando a sus pies a medida que avanzaba en su relato. Lo ha observado sin decir nada, como si no le sorprendiera lo que estaba oyendo, empequeñeciéndose en medio de las sábanas, despeinado, sin afeitar y vestido con aquel ridículo pijama azul celeste. Cuando ha terminado, le ha pedido disculpas brevemente y se ha ido. Se siente ridícula mientras baja las escaleras con los ojos anegados en lágrimas; ridícula y cobarde, aunque no había mucho que él pudiera decir, no le ha dado siquiera la posibilidad de una réplica. Al salir a la calle, la recibe el ruido de los coches, la actividad de la calle amortigua su sensación de desconcierto. Pensaba que se sentiría liberada, pero es como un niño aprendiendo a nadar y que se aleja de la orilla; ni rastro de liberación, sólo miedo.
Suena el teléfono, y cuando lo encuentra, de nuevo es Rubén. Esta vez sí lo coge, se sienta en las escaleras del hospital, y se lo cuenta todo, sollozando, con una mano en la frente y el codo en la rodilla, ajena a los cientos de personas que suben y bajan.

Lo primero que piensa, es un tanto ridículo. O sea, que esto es la vida sin Clara, pues quizás no sea tan grave... Pero en pocos minutos comienza a sentir el aislamiento, una ligera lejanía respecto al mundo real, el olor plomizo de la soledad. Sin darse cuenta se le ha escapado una lágrima. Tras unos segundos en silencio ha encendido la tele, buscando algún estímulo externo con que distraerse. Agradece la salida precipitada de Clara, no sabe lo que le hubiese dicho, al fin y al cabo todavía le queda algún resquicio de orgullo, por lo que no pensaba preguntarle ningún de talle más de su infidelidad. Ni siquiera le ha dado tiempo de contarle la visita del doctor, aunque ahora no tiene importancia. El hecho de que le hayan dado el alta con tanta anticipación, que hayan descubierto su equivocación en el diagnóstico no fue una noticia excesivamente buena en ningún momento. Ahora tiene que volver a su vida diaria, sólo, sin mancha en los pulmones, que era tan sólo un quiste de grasa, pero también sin Clara.
Al rato, apaga la tele y cierra los ojos, se oyen por el pasillo ruidos de cubiertos, el trajín de las enfermeras sirviendo la comida. Si no fuera por este olor químico, los hospitales serian un lugar agradable.

sábado, 1 de mayo de 2010

FOIX




Hace muchos años, conocí a una criatura excepcional a la que seguí ligado por un extraño vínculo de fascinación hasta el día de su muerte. Un personaje único que generaba una arrebatadora mezcla entre atracción y temor. Su voz áspera sonaba a otra época, tenía la profundidad de algo muy antiguo, acaso un arcano indescifrable. Era una voz poderosa sin sonar autoritaria, y tenía la fuerza del miedo, la de lo desconocido.

Recuerdo que en nuestros encuentros me hablaba desde la penumbra, al fondo de aquella habitación que el desorden convertía en algo parecido a una cueva, en la que olía a cerrado, a olvido y desolación. Desde la oscuridad se distinguía una dejadez animal, como de años de abandono. Pese a todo el tiempo que llevaba esperando aquel momento, a todas las veces que lo imaginé, la primera vez que lo vi, el terror se apoderó de mí tomando mi pecho como granos de arena que se deslizan por un reloj, imparables y huidizos. La turbación me dominaba delante de aquella extraña criatura, al oír su voz me quedé paralizado y no supe que responder.

-Se que me andas buscado hace tiempo y quiero que sepas que no me hace la menor gracia que vayan husmeando tras de mí

Conocí a Bertrand en Foix, un pequeño pueblo de los pirineos franceses. Llegué hasta su habitación después de seguirle la pista durante meses, una búsqueda hacia algo que no estaba seguro de encontrar. Hacía mucho tiempo que había oído hablar de él, y había indagado su rastro por varias localidades del suroeste francés, pero hasta ese momento me había resultado esquivo. Hablé con pastores, con empleados municipales, soborné con chatos de vino a personajes asiduos a los bares, pero la información que conseguía siempre era incompleta. El que había oído hablar de él, no tenía datos concretos o no quería compartirlos, y los que se mostraban más locuaces no tenían la menor idea de su existencia.

Trabajaba de redactor en un pequeño diario parisino cuando escuché su historia por primera vez. Mis horarios laborales eran desordenados y en mi reciente descubrimiento de la noche de aquella sorprendente ciudad, trasnochaba cada día. Andaba siempre en busca del último trago, sin renunciar a las más extrañas compañías ni rehuir los lugares más siniestros.
Una calurosa noche de julio, una prostituta española me habló de que había conocido a un hombre-oso en los pirineos. Me contó que había trabajo con él durante años en un circo, y que el empresario ganaba una fortuna exhibiéndolo, que dormía en una jaula y comía las sobras del rancho que preparaban para el resto de los empleados. Luego lo dejó y no volvió a saber más de él.
Al día siguiente, con mis facultades recuperadas, lejos de los efectos de la absenta, aquella historia no se me había ido de la cabeza, en aquella época soñaba en convertirme en escritor. Me fascinaban aquellas historias fantásticas de Lovecraft, Poe o Maupassant. Pensaba sin duda que aquello podía ser el germen de mi primera novela. Así que esa misma noche, volví al burdel pertrechado de mi cuaderno de notas, y con suficiente dinero para pasar la noche con Dolores. Pero casualmente, ella ya no estaba allí. Me contaron que se fue tras una discusión con el dueño del negocio, que salió empuñando un cuchillo para que nadie la retuviese.
-Como si alguien hubiese querido que esa furcia se quedara aquí …Ja,ja- el gordo camarero reía de manera siniestra enseñando su prominente dentadura.
Aquella fue la primera vez que mi búsqueda quedó frustrada. Pero no sería la última. Tras mucho meditarlo, decidí mandar al traste mi prometedor trabajo de redactor y dedicarme por completo a mi carrera literaria.
La piel de Bertrand, de cerca era brillante, oleaginosa, surcada por mechones de pelo irregulares, algunos densos y largos, otros de un pelo débil, como de enfermo. Los ojos, curiosos puntos negros y brillantes en cuyo interior vivía el miedo , estaban como perdidos en unas enormes cejas que le cubrían los párpados por arriba y por abajo. Por ello eran terribles. Su nariz, siempre húmeda y de color negro como un hocico, se sacudía ligeramente en nerviosos tics. Unas mullidas y torpes manos, oscuras por el vello que las rodeaba, andaban siempre ocultas bajo las mangas de los grandes abrigos en los que intentaba disimular sus formas animales. Bertrand rehuía el contacto personal, lejos quedaban los días en que recorría los pueblos con el circo, mostrando su enorme envergadura parapetado tras las rejas de una jaula.
Su transformación fue paulatina, sutil. Al principio se le cayeron las uñas, una a una y sin producir el más mínimo dolor. Su capacidad para cazar se vio mermada poco a poco, y empezó a perder peso.

Unos días después empezaron a desconfiar de él sus compañeros. Olía diferente, caminaba más erguido y tras las primeras calvas, empezó a revelarse una piel rosada y débil que se rasgaba ante el más mínimo contacto con las piedras, o los arbustos, y que no lo protegía en las frías noches del pirineo. Un día se enfrentó con uno de los machos y quedó malherido e inconsciente. Lo encontraron unos cazadores que lo transportaron al pueblo en una parihuela improvisada. Para ellos no era más que un hombre alto y tremendamente hirsuto, herido por un oso.
A nadie le extrañó que no hablase, el doctor Pinault dijo que se trataba del estrés postraumático. Así que en cuanto se recuperó le enseñaron a hablar, a comer y a manejarse en sociedad como hubieran hecho con cualquier amnésico. Sin embargo Bertrand, al que llamaron así por haber sido encontrado en la festividad de aquel santo, nunca llegó a adaptarse del todo, ni a formar parte de aquella comunidad.
Cuando terminó su periodo de recuperación se convirtió en un paria, mendigando comida, o robándola de las despensas de los vecinos. Vagaba por las calles, desaliñado y perdido, luciendo su enorme figura de andares oseznos. Dormía y hacía sus necesidades en cualquier lugar. Pero lo que lo granjeó la desconfianza del pueblo entero fue cuando, incapaz de reprimir sus instintos reproductivos, se abalanzó sobre una joven que cargaba agua en la fuente. Esa misma tarde lo expulsaron del pueblo a pedradas.
A partir de aquel día empezó su leyenda, no había oveja muerta ni niño desaparecido que no se le atribuyese al hombre-oso. Sus historias se contaban en torno a las chimeneas, o en las tabernas, y en cada relato sucesivo se añadían nuevos y truculentos detalles. Pero la realidad era muy distinta, Bernard vivía del pillaje, dormía junto a los caminos y robaba la comida a los viajeros que se distraían. Una tarde, el dueño del “Cirque du printemps”, que transitaba por aquellas veredas, lo descubrió fisgando en su caravana. A punta de rifle lo metió en una jaula, y decidió que en lugar de entregarlo a las autoridades, se lo quedaría enjaulado para exhibirlo en su espectáculo. Se lo llevó a Foix, un pueblo conocido por su tradición en amaestrar osos, y lo explotó durante años, hasta que pudo sacarle algún rendimiento.
Me contaba aquello si excesiva tristeza, como asumiendo su destino con una resignación natural. Hablaba de manera pausada, lacónica, pero con una extraña profundidad que hacía que mi miedo nunca llegara a desaparecer del todo ante su cercanía. Pese a ello, Bertrand era una criatura vencida, sin esperanzas ni deseos.

Su gran envergadura, su olor corporal desagradable o sus ademanes torpes hacían más evidente su decadencia. Parecía llevar marcadas en la piel las horas de ridícula exposición entre rejas.
Nuestros encuentros no duraron mucho tiempo, pese a su intensidad. Pero en ellos me respondió a todo lo que pregunté. Puede que deseara que su historia fuese contada, que tuviese alguna aspiración de transcender a la posteridad, o simplemente puede que yo fuese la primera persona en preocuparme por él. El hecho es que mientras yo tomaba notas en mi libreta, me relató como tras años de escarnio en el circo, su dueño lo sacó una noche de la jaula, y entre patadas y empellones le dijo que no volviera por allí, que no iba a mantenerlo ni un día más. Un vecino del pueblo, de edad avanzada, soltero y con fama de raro, se apiadó de él y le dio cobijo. Con él vivió durante años, y continuó residiendo en su casa tras su muerte sin herederos.
Bertrand nunca se planteó el porqué de su metamorfosis, de su transformación en una criatura a caballo entre hombre y oso, repudiado por ambas comunidades, era simplemente un superviviente. Lo único que le hacía seguir hacia adelante era su instinto, heredado de su condición salvaje.
A mi regreso a Paris escribí una novela sobre su historia, aunque nadie la quiso editar; algunos la tildaron de falsa, otros de sentimentalista pero el hecho es que aquel escrito había nacido muerto. Volví al periódico, y retomé mi carrera periodística, que no fue excesivamente brillante hasta que tuve que cubrir la crítica gastronómica durante un mes de agosto, en el que el crítico titular estaba de vacaciones. Mis opiniones fueron muy apreciadas por gente influyente, y aquella gente pidió que las redactara más a menudo. Así fue como conseguí mi éxito profesional, una brillante carrera como gourmet.
Seguí En contacto con Bertrand hasta su fallecimiento, le enviaba puntualmente algo de dinero, y lo visité unas cuantas veces. Supe que había muerto por una vecina a la que llamaba por teléfono para comunicarme con él, su muerte fue en parte una liberación, tras la que no sabría decir porqué, me sentí tranquilo, aunque triste. Quizás fuera un sentimiento de culpabilidad, o únicamente el hecho de saber que ahora descansaría lejos de los prejuicios, de las etiquetas, de las convenciones sociales.