Buenas tardes caballero, venía a presentarle una queja en firme. Sé que quizás este no sea el lugar ni el momento más apropiado para hacerlo, pero en cuanto supe que usted estaba aquí pensé que si no lo hacía ahora nunca lo haría, así que vine a verle.
Tengo que decirle que estoy harto de la teoría, que ya la aprendí y que mis problemas siguen sin solucionarse. Me estudié todos los panfletos, las octavillas, asistí a todas las jornadas que usted me indicó, y aunque he de confesarle que conocí a gente que podría calificarse cuanto menos de interesante, no me reportaron ninguna solución práctica a mis problemas, como tampoco usted lo hizo.
Seguí al dedillo sus terapias, palabra de honor, durante meses todos los días dedicaba quince minutos a mirarme en el espejo y repetir con toda la convicción que me era posible “ SOY UN HOMBRE FELIZ “. Sería injusto por mi parte dejar de reconocer que poco a poco les fui tomando cariño a esas cuatro palabras, que al pasar el tiempo llegué a sustituir la costumbre de cantar en la ducha coplas de doña Concha Piquer, y repetía sin cesar la maldita frase. Recuerdo incluso un día que me sorprendí a mí mismo recitando su terapia en voz alta en un autobús de línea. Pero su consejo no tuvo efecto, cuanto más me miraba al espejo más notaba una sensación de alejamiento de mí mismo, como si yo fuese alguien ajeno a mi cuerpo; un día se lo comenté, y usted, el señor psicólogo, me respondió simplemente que “todos tenemos rasgos de neurosis, aunque no sea patológico”. Nunca le dije que después de esa visita viví traumatizado durante más de un mes, traumatizado e insultado, porque usted me había llamado neurótico...
El siguiente paso fue comprarle, porque eso sí, usted siempre fue un poco negociante, el curso multimedia de “COMO APRENDER A SER FELIZ EN DIEZ SESIONES”, que según decía era un complemento perfecto a la terapia que estábamos siguiendo. En un principio me pareció entretenido despertarme y recibir los buenos días que me brindaba el magnetófono, pronunciados por una voz firme y varonil como de doblador de películas clásicas, pero cada día se me hacía más pesado escuchar la retahíla de piropos que me brindaba, supongo que para subir mi autoestima. Pero lo peor de este método fue que me hiz aborrecer la bellísima canción de Serrat “Hoy puede ser un gran día”; su terapia recomendaba escucharla cinco veces al día, así que su admiración por el genial cantautor hizo desaparecer la mía.
Puede que durante algunos días llegara a sentirme bien, y fíjese que le digo bien, y no feliz, que es lo que pretendía al fin y al cabo aquel curso. Sinceramente, nunca pude siquiera acariciar la coherencia conmigo mismo, ni siquiera rozar con las yemas de mis dedos la felicidad que usted me vendió con su espíritu fuerte y libre, a lo único que llegué de verdad es a admirarlo a usted, sentado en su sillón de cuero negro con remaches, tras la mesa de mobila de su oficina, tan seguro de sí mismo, escondido en esa sonrisa que irradiaba una deliciosa paz.
Pero nunca pudo librarme del mal que me aquejaba y que aún hoy me hace más que andar por la vida, reptar por ella. Siempre ocurría lo mismo con cada una de sus terapias, era magnífico levantarse con ellas, uno andaba al trabajo desconocido y los compañeros se sorprendían, “Martínez, estás espléndido” decían, pero todo era pura fantasía… Todo cambiaba sobre las tres de la tarde, al llegar a casa y enchufar la televisión. Mi problema sigue siendo el mismo de siempre, depresión obsesivo compulsiva, como la llamaba usted.
Lo cierto es que no puedo soportar lo que leo en los periódicos, lo que escucho en la radio o lo que veo en el noticiario de la televisión; me quitan el apetito las hambrunas, me duelen las heridas de las gentes caídas en todas esas batallas diseñadas para que mueran y no soporto el dolor de unos familiares llorando por aquel al que perdieron. Me ahogo en las inundaciones, padezco de vértigo cada vez que tengo noticia de algún terremoto y me lleno de cenizas cada vez que un volcán se lleva con su erupción lo poco que tiene la gente que vive en los alrededores, y es que no sé si usted ha reparado alguna vez que la gente que vive cerca de un volcán, del epicentro de un terremoto o a orillas de un río que se desborda, suele ser gente pobre.
Sí, ya sé que todo tiene su medida y que mi patología ha destrozado mi matrimonio y ha llevado al traste la relación con mis hijos, pero qué quiere que le diga, será exagerado hipotecar mi patrimonio en pro de los desastres de la humanidad, pero no me negará que romper una relación padre-hijo por una maldita residencia veraniega no es el colmo del egoísmo. Pues yo le puedo asegurar que mis hijos dejaron de hablarme por haber vendido el apartamento de la playa. Imagínese la de medicamentos que comprarían con ese dinero, la de bocas que pudo alimentar un cuchitril de cincuenta metros cuadrados en una playa donde había que reservar sitio a primera hora de la mañana para poder “disfrutar” de un baño de sol rodeado de críos gritones, de adolescentes maleducados y de familias que, en aras de conseguir su espacio vital, le ponen a uno la fiambrera en la toalla. Francamente pienso que les hice un favor.
Lo del coche fue diferente, es cierto que viviendo en el extrarradio un coche siempre es necesario, pero aquello fue instintivo, lo hice casi sin pensar. Tenía que haber visto a aquella familia de magrebíes con una furgoneta destartalada y atestada de regalos para sus familiares, la alegría de sus caras sí que me hizo sentir feliz por unos instantes, y no todas esas terapias suyas. Pero todo duró hasta que llegué a casa, no se lo puede imaginar, aunque creo que se lo conté en alguna de nuestras visitas, pero aquello había que verlo. La prudencia de mi mujer se desvaneció, sus patadas a la furgoneta acabaron con los faros que quedaban vivos y las que me propinó a mí me dejaron cardenales que todavía no he olvidado. Minutos después hizo las maletas y se marcharon...
Usted siempre me dijo que ésa no era forma de ayudar a nadie, recuerdo una frase suya muy bonita “para querer a los demás tiene que empezar por quererse usted mismo”. Lo cierto es que nunca la entendí, supongo que de otro modo no me hallaría todavía en esta situación, pero no me arrepiento de nada. La gente habla de mí en el barrio, en el trabajo y me tienen por loco, incluso hace unos días recibí una oferta para asistir a un programa de televisión, de esos que hacen por las tardes en los que sale gente rara contando sus experiencias, pero ni me considero raro ni me gusta llamar la atención, así que rehusé asistir.
A mí lo único que me pasa es que me afectan, quizás demasiado, las desgracias ajenas. Ya ve, sin ir más lejos desde ayer estoy completamente destrozado, hundido en la más honda de las tristezas... ¿Pero cómo se le ocurrió saltar a la vía cuando se acercaba el tren? ¿no pensó usted en el disgusto que le daría al conductor? claro que sí lo hizo fue porque usted no pensaba nada más que en sí mismo, en sus problemas. Cuando lo leí en el periódico no lo podía creer, me siento culpable por no haberle brindado mi ayuda, no sé, un hombro sobre el que llorar, alguien con quien comparar su situación desamparada, eso ayuda ¿sabe?.
Hay quien dice que se lo esperaba, que era un tipo muy raro... pero usted era un hombre equilibrado, o eso parecía, de veras que yo lo admiré. Por eso le ruego que no se tome a mal las recriminaciones que le he hecho en esta visita póstuma, simplemente eran cosas que necesitaba decirle, para que no se me quedaran en el tintero. Para que vea que no le guardo rencor, hoy me he prometido no comprar el diario, no escuchar los noticiarios de la radio ni enchufar la televisión, y todo en honor a usted, bueno y al maquinista, que menudo disgusto tendrá el hombre. He conseguido su dirección por medio de un amigo y después le pasaré a ver, no se preocupe, yo le hablaré bien de usted, le diré que lo hizo en un arrebato de locura pero que era buena gente…
En fin, qué más le puedo decir, hay dos personas mirándome desde hace un rato y no quiero que me tomen por loco, así que hasta siempre doctor...
Tengo que decirle que estoy harto de la teoría, que ya la aprendí y que mis problemas siguen sin solucionarse. Me estudié todos los panfletos, las octavillas, asistí a todas las jornadas que usted me indicó, y aunque he de confesarle que conocí a gente que podría calificarse cuanto menos de interesante, no me reportaron ninguna solución práctica a mis problemas, como tampoco usted lo hizo.
Seguí al dedillo sus terapias, palabra de honor, durante meses todos los días dedicaba quince minutos a mirarme en el espejo y repetir con toda la convicción que me era posible “ SOY UN HOMBRE FELIZ “. Sería injusto por mi parte dejar de reconocer que poco a poco les fui tomando cariño a esas cuatro palabras, que al pasar el tiempo llegué a sustituir la costumbre de cantar en la ducha coplas de doña Concha Piquer, y repetía sin cesar la maldita frase. Recuerdo incluso un día que me sorprendí a mí mismo recitando su terapia en voz alta en un autobús de línea. Pero su consejo no tuvo efecto, cuanto más me miraba al espejo más notaba una sensación de alejamiento de mí mismo, como si yo fuese alguien ajeno a mi cuerpo; un día se lo comenté, y usted, el señor psicólogo, me respondió simplemente que “todos tenemos rasgos de neurosis, aunque no sea patológico”. Nunca le dije que después de esa visita viví traumatizado durante más de un mes, traumatizado e insultado, porque usted me había llamado neurótico...
El siguiente paso fue comprarle, porque eso sí, usted siempre fue un poco negociante, el curso multimedia de “COMO APRENDER A SER FELIZ EN DIEZ SESIONES”, que según decía era un complemento perfecto a la terapia que estábamos siguiendo. En un principio me pareció entretenido despertarme y recibir los buenos días que me brindaba el magnetófono, pronunciados por una voz firme y varonil como de doblador de películas clásicas, pero cada día se me hacía más pesado escuchar la retahíla de piropos que me brindaba, supongo que para subir mi autoestima. Pero lo peor de este método fue que me hiz aborrecer la bellísima canción de Serrat “Hoy puede ser un gran día”; su terapia recomendaba escucharla cinco veces al día, así que su admiración por el genial cantautor hizo desaparecer la mía.
Puede que durante algunos días llegara a sentirme bien, y fíjese que le digo bien, y no feliz, que es lo que pretendía al fin y al cabo aquel curso. Sinceramente, nunca pude siquiera acariciar la coherencia conmigo mismo, ni siquiera rozar con las yemas de mis dedos la felicidad que usted me vendió con su espíritu fuerte y libre, a lo único que llegué de verdad es a admirarlo a usted, sentado en su sillón de cuero negro con remaches, tras la mesa de mobila de su oficina, tan seguro de sí mismo, escondido en esa sonrisa que irradiaba una deliciosa paz.
Pero nunca pudo librarme del mal que me aquejaba y que aún hoy me hace más que andar por la vida, reptar por ella. Siempre ocurría lo mismo con cada una de sus terapias, era magnífico levantarse con ellas, uno andaba al trabajo desconocido y los compañeros se sorprendían, “Martínez, estás espléndido” decían, pero todo era pura fantasía… Todo cambiaba sobre las tres de la tarde, al llegar a casa y enchufar la televisión. Mi problema sigue siendo el mismo de siempre, depresión obsesivo compulsiva, como la llamaba usted.
Lo cierto es que no puedo soportar lo que leo en los periódicos, lo que escucho en la radio o lo que veo en el noticiario de la televisión; me quitan el apetito las hambrunas, me duelen las heridas de las gentes caídas en todas esas batallas diseñadas para que mueran y no soporto el dolor de unos familiares llorando por aquel al que perdieron. Me ahogo en las inundaciones, padezco de vértigo cada vez que tengo noticia de algún terremoto y me lleno de cenizas cada vez que un volcán se lleva con su erupción lo poco que tiene la gente que vive en los alrededores, y es que no sé si usted ha reparado alguna vez que la gente que vive cerca de un volcán, del epicentro de un terremoto o a orillas de un río que se desborda, suele ser gente pobre.
Sí, ya sé que todo tiene su medida y que mi patología ha destrozado mi matrimonio y ha llevado al traste la relación con mis hijos, pero qué quiere que le diga, será exagerado hipotecar mi patrimonio en pro de los desastres de la humanidad, pero no me negará que romper una relación padre-hijo por una maldita residencia veraniega no es el colmo del egoísmo. Pues yo le puedo asegurar que mis hijos dejaron de hablarme por haber vendido el apartamento de la playa. Imagínese la de medicamentos que comprarían con ese dinero, la de bocas que pudo alimentar un cuchitril de cincuenta metros cuadrados en una playa donde había que reservar sitio a primera hora de la mañana para poder “disfrutar” de un baño de sol rodeado de críos gritones, de adolescentes maleducados y de familias que, en aras de conseguir su espacio vital, le ponen a uno la fiambrera en la toalla. Francamente pienso que les hice un favor.
Lo del coche fue diferente, es cierto que viviendo en el extrarradio un coche siempre es necesario, pero aquello fue instintivo, lo hice casi sin pensar. Tenía que haber visto a aquella familia de magrebíes con una furgoneta destartalada y atestada de regalos para sus familiares, la alegría de sus caras sí que me hizo sentir feliz por unos instantes, y no todas esas terapias suyas. Pero todo duró hasta que llegué a casa, no se lo puede imaginar, aunque creo que se lo conté en alguna de nuestras visitas, pero aquello había que verlo. La prudencia de mi mujer se desvaneció, sus patadas a la furgoneta acabaron con los faros que quedaban vivos y las que me propinó a mí me dejaron cardenales que todavía no he olvidado. Minutos después hizo las maletas y se marcharon...
Usted siempre me dijo que ésa no era forma de ayudar a nadie, recuerdo una frase suya muy bonita “para querer a los demás tiene que empezar por quererse usted mismo”. Lo cierto es que nunca la entendí, supongo que de otro modo no me hallaría todavía en esta situación, pero no me arrepiento de nada. La gente habla de mí en el barrio, en el trabajo y me tienen por loco, incluso hace unos días recibí una oferta para asistir a un programa de televisión, de esos que hacen por las tardes en los que sale gente rara contando sus experiencias, pero ni me considero raro ni me gusta llamar la atención, así que rehusé asistir.
A mí lo único que me pasa es que me afectan, quizás demasiado, las desgracias ajenas. Ya ve, sin ir más lejos desde ayer estoy completamente destrozado, hundido en la más honda de las tristezas... ¿Pero cómo se le ocurrió saltar a la vía cuando se acercaba el tren? ¿no pensó usted en el disgusto que le daría al conductor? claro que sí lo hizo fue porque usted no pensaba nada más que en sí mismo, en sus problemas. Cuando lo leí en el periódico no lo podía creer, me siento culpable por no haberle brindado mi ayuda, no sé, un hombro sobre el que llorar, alguien con quien comparar su situación desamparada, eso ayuda ¿sabe?.
Hay quien dice que se lo esperaba, que era un tipo muy raro... pero usted era un hombre equilibrado, o eso parecía, de veras que yo lo admiré. Por eso le ruego que no se tome a mal las recriminaciones que le he hecho en esta visita póstuma, simplemente eran cosas que necesitaba decirle, para que no se me quedaran en el tintero. Para que vea que no le guardo rencor, hoy me he prometido no comprar el diario, no escuchar los noticiarios de la radio ni enchufar la televisión, y todo en honor a usted, bueno y al maquinista, que menudo disgusto tendrá el hombre. He conseguido su dirección por medio de un amigo y después le pasaré a ver, no se preocupe, yo le hablaré bien de usted, le diré que lo hizo en un arrebato de locura pero que era buena gente…
En fin, qué más le puedo decir, hay dos personas mirándome desde hace un rato y no quiero que me tomen por loco, así que hasta siempre doctor...