jueves, 18 de febrero de 2010

HASTA SIEMPRE DOCTOR


Buenas tardes caballero, venía a presentarle una queja en firme. Sé que quizás este no sea el lugar ni el momento más apropiado para hacerlo, pero en cuanto supe que usted estaba aquí pensé que si no lo hacía ahora nunca lo haría, así que vine a verle.

Tengo que decirle que estoy harto de la teoría, que ya la aprendí y que mis problemas siguen sin solucionarse. Me estudié todos los panfletos, las octavillas, asistí a todas las jornadas que usted me indicó, y aunque he de confesarle que conocí a gente que podría calificarse cuanto menos de interesante, no me reportaron ninguna solución práctica a mis problemas, como tampoco usted lo hizo.

Seguí al dedillo sus terapias, palabra de honor, durante meses todos los días dedicaba quince minutos a mirarme en el espejo y repetir con toda la convicción que me era posible “ SOY UN HOMBRE FELIZ “. Sería injusto por mi parte dejar de reconocer que poco a poco les fui tomando cariño a esas cuatro palabras, que al pasar el tiempo llegué a sustituir la costumbre de cantar en la ducha coplas de doña Concha Piquer, y repetía sin cesar la maldita frase. Recuerdo incluso un día que me sorprendí a mí mismo recitando su terapia en voz alta en un autobús de línea. Pero su consejo no tuvo efecto, cuanto más me miraba al espejo más notaba una sensación de alejamiento de mí mismo, como si yo fuese alguien ajeno a mi cuerpo; un día se lo comenté, y usted, el señor psicólogo, me respondió simplemente que “todos tenemos rasgos de neurosis, aunque no sea patológico”. Nunca le dije que después de esa visita viví traumatizado durante más de un mes, traumatizado e insultado, porque usted me había llamado neurótico...

El siguiente paso fue comprarle, porque eso sí, usted siempre fue un poco negociante, el curso multimedia de “COMO APRENDER A SER FELIZ EN DIEZ SESIONES”, que según decía era un complemento perfecto a la terapia que estábamos siguiendo. En un principio me pareció entretenido despertarme y recibir los buenos días que me brindaba el magnetófono, pronunciados por una voz firme y varonil como de doblador de películas clásicas, pero cada día se me hacía más pesado escuchar la retahíla de piropos que me brindaba, supongo que para subir mi autoestima. Pero lo peor de este método fue que me hiz aborrecer la bellísima canción de Serrat “Hoy puede ser un gran día”; su terapia recomendaba escucharla cinco veces al día, así que su admiración por el genial cantautor hizo desaparecer la mía.

Puede que durante algunos días llegara a sentirme bien, y fíjese que le digo bien, y no feliz, que es lo que pretendía al fin y al cabo aquel curso. Sinceramente, nunca pude siquiera acariciar la coherencia conmigo mismo, ni siquiera rozar con las yemas de mis dedos la felicidad que usted me vendió con su espíritu fuerte y libre, a lo único que llegué de verdad es a admirarlo a usted, sentado en su sillón de cuero negro con remaches, tras la mesa de mobila de su oficina, tan seguro de sí mismo, escondido en esa sonrisa que irradiaba una deliciosa paz.

Pero nunca pudo librarme del mal que me aquejaba y que aún hoy me hace más que andar por la vida, reptar por ella. Siempre ocurría lo mismo con cada una de sus terapias, era magnífico levantarse con ellas, uno andaba al trabajo desconocido y los compañeros se sorprendían, “Martínez, estás espléndido” decían, pero todo era pura fantasía… Todo cambiaba sobre las tres de la tarde, al llegar a casa y enchufar la televisión. Mi problema sigue siendo el mismo de siempre, depresión obsesivo compulsiva, como la llamaba usted.

Lo cierto es que no puedo soportar lo que leo en los periódicos, lo que escucho en la radio o lo que veo en el noticiario de la televisión; me quitan el apetito las hambrunas, me duelen las heridas de las gentes caídas en todas esas batallas diseñadas para que mueran y no soporto el dolor de unos familiares llorando por aquel al que perdieron. Me ahogo en las inundaciones, padezco de vértigo cada vez que tengo noticia de algún terremoto y me lleno de cenizas cada vez que un volcán se lleva con su erupción lo poco que tiene la gente que vive en los alrededores, y es que no sé si usted ha reparado alguna vez que la gente que vive cerca de un volcán, del epicentro de un terremoto o a orillas de un río que se desborda, suele ser gente pobre.

Sí, ya sé que todo tiene su medida y que mi patología ha destrozado mi matrimonio y ha llevado al traste la relación con mis hijos, pero qué quiere que le diga, será exagerado hipotecar mi patrimonio en pro de los desastres de la humanidad, pero no me negará que romper una relación padre-hijo por una maldita residencia veraniega no es el colmo del egoísmo. Pues yo le puedo asegurar que mis hijos dejaron de hablarme por haber vendido el apartamento de la playa. Imagínese la de medicamentos que comprarían con ese dinero, la de bocas que pudo alimentar un cuchitril de cincuenta metros cuadrados en una playa donde había que reservar sitio a primera hora de la mañana para poder “disfrutar” de un baño de sol rodeado de críos gritones, de adolescentes maleducados y de familias que, en aras de conseguir su espacio vital, le ponen a uno la fiambrera en la toalla. Francamente pienso que les hice un favor.

Lo del coche fue diferente, es cierto que viviendo en el extrarradio un coche siempre es necesario, pero aquello fue instintivo, lo hice casi sin pensar. Tenía que haber visto a aquella familia de magrebíes con una furgoneta destartalada y atestada de regalos para sus familiares, la alegría de sus caras sí que me hizo sentir feliz por unos instantes, y no todas esas terapias suyas. Pero todo duró hasta que llegué a casa, no se lo puede imaginar, aunque creo que se lo conté en alguna de nuestras visitas, pero aquello había que verlo. La prudencia de mi mujer se desvaneció, sus patadas a la furgoneta acabaron con los faros que quedaban vivos y las que me propinó a mí me dejaron cardenales que todavía no he olvidado. Minutos después hizo las maletas y se marcharon...

Usted siempre me dijo que ésa no era forma de ayudar a nadie, recuerdo una frase suya muy bonita “para querer a los demás tiene que empezar por quererse usted mismo”. Lo cierto es que nunca la entendí, supongo que de otro modo no me hallaría todavía en esta situación, pero no me arrepiento de nada. La gente habla de mí en el barrio, en el trabajo y me tienen por loco, incluso hace unos días recibí una oferta para asistir a un programa de televisión, de esos que hacen por las tardes en los que sale gente rara contando sus experiencias, pero ni me considero raro ni me gusta llamar la atención, así que rehusé asistir.

A mí lo único que me pasa es que me afectan, quizás demasiado, las desgracias ajenas. Ya ve, sin ir más lejos desde ayer estoy completamente destrozado, hundido en la más honda de las tristezas... ¿Pero cómo se le ocurrió saltar a la vía cuando se acercaba el tren? ¿no pensó usted en el disgusto que le daría al conductor? claro que sí lo hizo fue porque usted no pensaba nada más que en sí mismo, en sus problemas. Cuando lo leí en el periódico no lo podía creer, me siento culpable por no haberle brindado mi ayuda, no sé, un hombro sobre el que llorar, alguien con quien comparar su situación desamparada, eso ayuda ¿sabe?.

Hay quien dice que se lo esperaba, que era un tipo muy raro... pero usted era un hombre equilibrado, o eso parecía, de veras que yo lo admiré. Por eso le ruego que no se tome a mal las recriminaciones que le he hecho en esta visita póstuma, simplemente eran cosas que necesitaba decirle, para que no se me quedaran en el tintero. Para que vea que no le guardo rencor, hoy me he prometido no comprar el diario, no escuchar los noticiarios de la radio ni enchufar la televisión, y todo en honor a usted, bueno y al maquinista, que menudo disgusto tendrá el hombre. He conseguido su dirección por medio de un amigo y después le pasaré a ver, no se preocupe, yo le hablaré bien de usted, le diré que lo hizo en un arrebato de locura pero que era buena gente…
En fin, qué más le puedo decir, hay dos personas mirándome desde hace un rato y no quiero que me tomen por loco, así que hasta siempre doctor...

viernes, 12 de febrero de 2010

UN DIA CUALQUIERA



Un día cualquiera sales de trabajar, es un poco antes de lo habitual debido a una reunión que acabó antes de lo previsto. Montas en el coche y te adentras en el marasmo del tráfico en plena hora punta. La lluvia hace que la circulación sea más densa de lo habitual, el embotellamiento es desquiciante, pero conectas el reproductor de música y los parabrisas empiezan a moverse al ritmo de los conciertos de Brandemburgo. Relajado, de la mano de Bach, empiezas a hacer repaso el día, avanzando con tímidos golpes de acelerador y omnipresente el embrague, te dices que tu próximo coche tiene que ser automático. Al llegar al cruce de la Gran Avenida, la circulación adquiere fluidez y en apenas cinco minutos estás entrando en la puerta de la urbanización, giras a la derecha, y ya estás en casa.


Lo primero que te sorprende es no ver el coche de Inés en el cobertizo trasero, el hueco está vacío, como está vacío el jardín delantero de la casa donde acostumbra a jugar tu hijo Álvaro. La imagen desde la distancia te produce cierta desazón, mezcla de enfado e inquietud. Aparcas el coche y entras en la casa, el olor del hogar te provoca una sensación placentera, te devuelve las ganas de pasar una tarde en familia. Cuelgas el abrigo en el perchero y te diriges a la cocina, otra nueva visión vuelve a descolocarte; en la tetera encendida, el agua se ha consumido, pero la estancia está vacía. ´


- Inés!!... - Gritas el nombre de tu mujer.
- Hola! ¡Alvaro…!- no obtienes respuesta.
-¡Ya estoy en casa!- pero nada, nadie responde.


Subes las escaleras y haces un rápido repaso de todas las habitaciones, pero no hay nadie. Vuelves a gritar sus nombres, no obtienes ninguna respuesta. Desde la ventana de tu habitación observas la calle, las parcelas cercanas, todo está tranquilo, son las seis de la tarde de un día laboral. Mientras observas, te das cuenta que estás empapado en sudor, la espalda, la frente… ¿cuándo acabará este maldito verano? Te abres el nudo de la corbata, doblas las mangas de tu camisa y abandonas la habitación.


Contrariado, te diriges al salón, la estancia presenta el mismo aspecto que la cocina, una habitación vivida pero vacía, un cenicero con colillas, un libro reposado en la mesita de centro, un vaso de agua a medias. Todavía puedes percibir el olor a tabaco en el ambiente, y casi ver a tu mujer leyendo a Patricia Highsmith, con el cigarro en la mano y observando el juego de Álvaro con el rabillo del ojo. También tú decides encender un cigarro e intentar buscar un poco de esa calma que te es esquiva desde hace un tiempo. Sacas de un bolsillo del pantalón un pastillero, coges un ansiolítico y tras partirlo en dos te lo tomas con un trago de agua. Te dices que no pasa nada, que estás exagerando las cosas. Y ciertamente no es para tanto, el ligero mareo que te produce el humo en tus pulmones te confiere una pequeña tregua. Últimamente todo va muy rápido en la empresa, despidos, cambios en el organigrama, objetivos que no se alcanzan. Demasiada presión para no acusarla, incluso alguien como tú, tranquilo y reflexivo. Reposas la cabeza en el sofá y decides esperar pacientemente. Sin darte cuenta, caes en un profundo sueño.
Cuando despiertas, ya es de noche, han pasado casi dos horas. El aspecto de la casa es inquietante, tal solo iluminada por la luz de las farolas de la calle que se cuela por los ventanales. Tu desasosiego va en aumento cuando empiezas a ser consciente de la situación, tienes el estómago en un puño, y un incipiente dolor de cabeza. Nunca te sentaron bien las siestas. Te levantas de un salto, y rápidamente repites el recorrido por las habitaciones de la parte superior, pero el resultado es el mismo, están vacías. Sales a la calle, el hueco en el que Inés aparca su coche sigue también vacío. Tu desconcierto va en aumento, pero intentas pensar… El móvil, claro ¿cómo no se me habrá ocurrido antes? Coges el móvil y empiezas a marcar…pero algo extraño sucede, no recuerdas el número de tu mujer, por más que te empeñas te es imposible recordarlo.


Finalmente, devorado por la ansiedad, decides buscarlo en el teléfono, pero en tus contactos por la letra “I” no aparece el teléfono de Inés, observas atónito la lista, “Isabel”, “Inmaculada”, “Icíar despacho”… tienes el corazón acelerado, estás muy confuso. Todavía a oscuras te sientas en el sofá de nuevo, los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos. Intentas de nuevo recordar el teléfono , pero no te viene nada a la cabeza, ni un número… No sabes que te pasa, aunque lo achacas a la confusión que te produce la desaparición de tu familia. Tienes la boca seca, decides tomar una cerveza.


De camino a la nevera, intentando respirar con calma, evocas la imagen de tu mujer, la de tu hijo, pero como a un amigo que hace años que no ves, te cuesta ponerles cara, lo que te provoca una mayor ansiedad, tienes que calmarte. Tu diálogo interno es acelerado, catastrófico, piensas en lo peor… De vuelta al salón, enciendes la luz, buscas instintivamente entre las fotos las caras de Álvaro e Inés, pero no tienes allí ninguna foto suya, piensas que cuando esto acabe tienes que hablar con Inés para enmarcar alguna foto de la familia. Pero de repente, una premonición te acecha de manera inquietante, fría como el filo de una espada. Sales corriendo escaleras arriba, entras en la habitación de matrimonio, y abres el armario… Al instante, tu visión se enturbia, y sin apenas darte cuenta, las frías lágrimas que te anegan los ojos ruedan pesadas por tus mejillas. En el armario no hay ni una sola prenda de ropa femenina.


Te echas las manos a la cabeza, ¿Qué es lo que te pasa? Intentas calmarte y convencerte de que alguien ha robado toda la ropa de Inés, pero tú sabes que eso no es cierto. Estás desconcertado, no entiendes nada, avanzas a trompicones por el pasillo, bajas al salón y te sientas en el sofá. Es ese mismo instante suena el móvil, te asusta su sonido estridente en medio del silencio. Lo observas, es un número desconocido, descuelgas…


-¿Dígame?- al otro lado de la línea, alguien guarda silencio.- ¿Quién es?
-Gonzalo, soy yo…Inés.- Mientras oyes su voz, observas que ha empezado a llover.


FIN

lunes, 8 de febrero de 2010

NUNNARI, EL ANTICUARIO



Cuando se cerró la tapa, el terciopelo negro rozaba su nariz, aunque sin presionarla. Tenía una pequeña apertura a la altura de la boca, casi imperceptible desde el exterior, pero que le permitía respirar. Desde allí dentro gozaba de una relativa comodidad, y en cuanto a lo reducido del espacio, era cuestión de no pensarlo. A pesar de la incomodidad, teniendo en cuenta que el trayecto hasta el destino era de una hora, intentó relajarse, aunque estaba demasiado tenso para dormirse.
Con los ojos cerrados, fue repasando mentalmente el plan; sobre las 13.45 lo depositarían en un almacén adonde iría a recogerlo una empresa de mudanzas que lo llevaría directamente a su destino, que no era otro que la casa de Angello Nunnari “el anticuario”. Hacía años que le seguían la pista a Nunnari, tan conocido por su amor a las antigüedades, como por la crueldad de los métodos que utilizaba para hacerse con el control de toda la cocaína que se acercaba a la ciudad. Su mirada de perro pachón, y su cara excesiva, toda bolsas en los ojos, papada y mofletes, no parecían ser las de aquel desmembrador certero que grababa sus torturas en video. J. había visto varias de aquellas grabaciones en las que “el anticuario” se regocijaba en su crueldad, el protocolo siempre era el mismo.
-Me llamo Angelo Nunnari, aunque ya debes conocerme – la voz de tenor de Nunnari junto a aquel tono amistoso, casi familiar, no hacían presagiar lo que vendría después.
-Créeme que a nadie más que a mi le molesta tener que hacer esto- Entonces desplegaba una aparatosa funda negra en la que guardaba los más abyectos utensilios de tortura jamás concebidos.
Ahora, desde el interior de aquella cómoda isabelina que había sido preparada con esmero, anulando sus cajones y haciendo su interior lo más cómodo posible, la cara de Nunnari apareció en su pensamiento, y ante la idea de la sonrisa del anciano, J. no pudo evitar estremecerse.
Una vez en la casa, todo debería ser más sencillo, saldría de madrugada y se apoderaría del disco duro de un ordenador que se encontraba en la segunda planta. En él figuraba una información valiosísima sobre los laboratorios clandestinos, y nuevos alijos. Nunnari vendió el año pasado más cocaína que cualquiera de los otros grandes traficantes, haciéndose con el control de todo el material de Colombia. La información había sido facilitada hace unos meses por un agente infiltrado del que no se pudieron obtener más datos, al estrellarse como copiloto de un deportivo en el que huían de una persecución policial que él mismo había orquestado… paradojas de la vida.
Pensando en aquellas funestas coincidencias que acabaron con aquel joven subinspector, J. se dio cuenta que el coche había parado, ante el primer movimiento sintió sus músculos entumecidos, lo peor era la absoluta ausencia de movilidad junto a la alta temperatura. El espacio estaba especialmente diseñado para impedir cualquier movimiento, así en el transporte no daría bandazos de un lado a otro, y el peso quedaría equilibrado, evitando sorpresas. Sentía el contacto del caluroso forro con todo su cuerpo, el duro abrazo de la madera no lo obsesionaba pero tampoco resultaba nada agradable. Sintió que ataban varias cuerdas alrededor del bargueño para subirlo al camión. Oía hablar a los operarios, entre los cuales estaban sus dos compañeros, el indio Suarez, pequeño y nervioso, de andares saltarines y mal carácter, y Ejea “el vasco”, un policía secreta retirado hace unos años de la lucha antiterrorista.
El primer golpe lo notó en su cabeza, la cómoda cayó estrepitosamente, aunque no desde gran altura, los dientes le rechinaron y quedó ligeramente aturdido. Pensó que aquello era una mala premonición, y pudo saber por lo que oía del exterior, que el problema estaba en las cuerdas, una se había enganchado, y estaba mal colocada para mover el mueble. Mientras se quejaban del excesivo peso de aquella pieza, supo por los empleados de la mudanza que no había sufrido daños. Sin embargo él estuvo unos minutos conmocionado. Le enfurecía pensar que algo fuera a salir mal, llevaban demasiado tiempo planeando aquello.
Nadie conocía la misión salvo sus dos colegas, de ello dependía parte del éxito, puesto que en múltiples ocasiones se habían desmantelado operaciones parecidas por filtraciones, especialmente en los casos que había cocaína de por medio.. J. era ligero y de una flexibilidad de natural asombrosa, acrecentada por su afición a la escalada, era la persona idónea para hacer aquel trabajo. Sin embargo el pertinaz calor de aquel avanzado verano a mediados de mayo, lo estaba desesperando aunque no quisiera admitirlo, su voluntad era férrea.
-Ya está, sólo ha sido un susto. Nos vamos- dos golpes del “indio” reforzaron su seguridad de que todo iba bien.
Minutos después, al notar la vibración del motor, fue consciente de que aquello era ya el tramo final, de que ya no quedaba ninguna salida. Un cuarto de hora y llegarían a la casa de Nunnari. Lo más molesto era no poder mover el cuello hacia ningún lado, ni hacia atrás, ni hacia adelante…sentía la camiseta empapada en sudor, y se le acababa de dormir el pie derecho. Un estruendo lo sorprendió pensando en ello, después notó un rápido desplazamiento lateral y se estrelló brutalmente contra lo que intuyó que era la pared. Maniobró como pudo para salir del mueble, pero como había imaginado, estaba bloqueado, sus pulsaciones aumentaban frenéticamente, y la saliva se le tornó ácido en la boca. Tiró fuerte hacia afuera una y otra vez sin ningún resultado, pero estaba atado, todavía dentro del camión de mudanzas. Se destrozaría el hombro antes de poder salir. Notaba la presión de su reducido espacio en los talones, en los hombros, a lo largo de la espina dorsal. Tenía la cara húmeda de la condensación de su propia respiración, y notó como empezaba a sufrir las consecuencias de su encierro con un leve pinzamiento en las cervicales.
Cuando empezó a tranquilizarse, oyó la puerta del camión abrirse, y por un instante no estuvo seguro de si debía alegrarse o ponerse en guardia. Pero oyó una voz que lo tranquilizaba desde el otro lado.
-No te preocupes J. hemos tenido un accidente- el susurro de Suarez era ronco, y delataba sus nervios- Una abuela se nos ha tirado encima con el coche. Ten paciencia, estamos haciendo papeles.
-¡Joder Suarez! Me he llevado un susto de muerte- su voz sonaba ridícula amortiguada por le terciopelo.
Así que, finalmente logró calmarse ante la lejanía del peligro inminente. Pese a todo, aquellos minutos se le hicieron eternos. Sentía que sus fuerzas cada vez eran menos, y se planteaba la oportunidad de aquella misión una y otra vez, hasta que notó encenderse el motor y pudo ver más cerca la salida.
Lo demás fue muy rápido, o al menos a él se lo pareció. Llegaron enseguida a la casa del “anticuario” y lo transportaron por el aire hasta depositarlo en lo que debía ser un almacén, a la espera de que el servicio de la casa lo pusiera donde Nunnari había decidido. J. esperó pacientemente a que todo quedara en calma, a que cesara cualquier ruido, un error ahora podía ser fatal… Cuando lo estimó oportuno, comenzó sus maniobras para salir de su escondite. No fue nada fácil maniobrar en un espacio tan pequeño, pero finalmente lo consiguió y la puerta cedió dejando entrar el aire fresco del exterior. Sin embargo, no había ni un atisbo de luz, la oscuridad era absoluta, similar a la de dentro de la cómoda.
Tanteó como pudo a su alrededor, y fue avanzando poco a poco. Se golpeó con un mueble que parecía envuelto en una manta, en el silencio de aquella estancia su corazón acelerado parecía poder delatarlo en cualquier momento. Sin duda estaba en una bodega, el ambiente era fresco y húmedo, y el sudor de la rompa empezaba a enfriársele. Pese a ello, sus sensaciones eran buenas, los músculos liberados de la presión, y aquella temperatura tan agradable. Se sentía bien, en tensión, pero con fuerza. Sólo tenía que encontrar un interruptor para iluminar la estancia, que parecía muy amplia porque no había llegado a tocar la pared todavía. Tanteó un objeto, que supuso que era una silla metálica, como de oficina, y antes de que se diera cuenta le estaba iluminando un enorme foco, justo en la cara.
J. no pudo ver gran cosa a partir de ese momento, cegado como estaba por aquel resplandor, ni siquiera logró articular un pensamiento racional. Se quedó completamente paralizado, inmóvil, observando aquella molesta claridad que le anunciaba que las cosas no iban a resultar fáciles. Y tras unos segundos de incertidumbre, escuchó unas palabras que nunca hubiera querido escuchar
-Me llamo Angelo Nunnari, aunque ya debes conocerme…




DECONSTRUCCION DE RADICALISMO

Se toma un puñadito de ignorantes y se sazona con un poco de pobreza, una pizca de marginación (evitar excederse con ella porque si lo hacemos lo impregnará todo)
Hacer hervir la sangre del puñado de ignorantes mediante una arenga agresiva y convincente. Luego dejar reposar. (Si los ignorantes son además, jóvenes, llegarán antes al punto de ebullición)
Se puede servir con un crucifijo u otro símbolo religioso. Las banderas también realzan su sabor.