domingo, 26 de diciembre de 2010

EL SAGRADO CORAZON


Resultaba algo normal el hecho de que entre niños se diesen esas manifestaciones de crueldad que hubiesen sido intolerables entre adultos, al menos de manera explícita. En el Sagrado Corazón, era común que todos los alumnos se abalanzaran sobre Cipriano terminar la clase de gimnasia, y que cada uno le diera una pequeña colleja. Se diría que resultaba cómico hasta para él, que después de varios meses de curso, cuando todo acababa parecía esbozar una tímida sonrisa casi de aprobación. Al fin y al cabo, era lo mínimo que se podía esperar hacia un alumno con aquellos ademanes afeminados, sin dejar de lado su debilidad física, o el color blancuzco de su piel. El profesor, un oficial de la armada en la reserva desde hacía muchos años, contemplaba el espectáculo sin entrometerse en aquel “juego de niños” que tanto divertía al grueso de la clase. Al fin y al cabo, él había visto a muchos reaccionar positivamente y sacar pecho ante aquellas humillaciones.
Nadie se extrañaba tampoco de que Julio Santos fuera siempre el chivo expiatorio de cualquier gamberrada que hiciese la clase. Era lo más lógico en alguien con una inteligencia algo mermada, aunque sin llegar a lo patológico, y unas desmedidas ganas de llamar la atención. Se le oía gritar desde el fondo del pasillo y uno lo imaginaba moviendo su enorme corpachón entre los pupitres, deseoso de que los demás riesen ante cualquiera de sus gamberradas. Siempre andaba con el uniforme sucio, y había profesores que lo tiraban de clase nada más franquear la puerta, como medida preventiva. El resto de alumnos estaban sobre aviso de la dureza del maestro, y al fin y al cabo, se decía el maestro, Julio no solía atender a las explicaciones, por lo que no se perdía demasiado.
- Julio, fuera de clase.
- Pero hermano, si yo no he hecho nada.
- Pero lo harás si te quedas – Y toda la clase reía ante la ocurrencia del hermano Federico, que se mesaba la barba pelirroja mientras lo miraba, serio.
Como decía don Genaro, el director, todos los chicos no pueden llegar a la universidad – también necesitamos electricistas y fontaneros, ¡leñe! – Así que para él, uno de sus papeles como educadores, era realizar la criba y poner a cada uno en su sitio. En su opinión realizaban una función social, además de preservar la buena imagen de la institución de cara a los exámenes de acceso a la universidad. Desengáñate, en una clase de cuarenta- le decía el director a un profesor novato- no todos pueden ser atendidos. Así que si aislamos a los más malos y cuidamos a los buenos, el resto se decantarán por éstos últimos.
Y en esa línea del ideario oficioso del colegio, se comportaban la mayoría de los maestros. Era, por lo tanto comprensible, que todos aprobasen la conducta de alguien como Augusto Bravo, hijo y nieto de notarios, y criatura con un enorme potencial académico, que recitaba las lecciones de memoria con sólo leerlas. Es cierto que en ocasiones podía pecar de cruel, de engreído ¿pero quién no lo sería, vista su enorme diferencia intelectual con algunos de sus compañeros? Con el pelo negro, brillante y unos grandes ojos oscuros, todo el mundo quería acercase a Gus, todos percibían su fuerza atractiva.
A Julio Santos lo llamaba gordo – Oye gordo! ¿Te vienes el sábado con nosotros al cine?- Y Julio que no se lo podía creer, ir a pasar la tarde con Gus y sus amigos… – Claro tío! ¿dónde quedamos? – ni siquiera preguntaba qué película iban a ver – En la puerta del colegio a las cinco ¿vale?- Y el viernes por la noche, Julio casi no podía dormir de la ilusión. Por supuesto, al día siguiente no estaba más que Julio el gordo frente a la puerta del colegio, Gus y sus amigos habían quedado para jugar a los bolos y le habían dado plantón.
Eran cosas de niños, como tantas otras, gamberradas como recordarle a Leo que era adoptado, esconderle las gafas durante un día entero a Rafita Boix, o preguntarle a Miguel Pérez que porqué su padre no había venido a por él – Ah! Perdona tío, me olvidaba que tus padres estaban separados Que tu viejo se había ido de casa..Jajaja!!.- Eran hechos que uno tenía que entender como profesor y como integrante de la sociedad. Se trataba de formar ciudadanos de acuerdo con las exigencias de la realidad. Buenos profesionales, que como sus padres, formarían parte de los personajes más insignes de la ciudad.
Y todo discurría plácidamente en el colegio, hasta el día de la noticia.
Sin embargo todo cambió aquel día, el suceso tuvo las mismas consecuencias de una enorme explosión, violenta aunque silenciosa, una devastadora nube invisible que se extendió con mayor velocidad que una onda expansiva. A su paso, hizo añicos la normalidad de aquella comunidad, y puso en duda sus fundamentos, tan consolidados, tan aparentemente firmes. Corría de boca a oído sembrando el miedo. Algunas madres se echaban la mano a la boca, otras incluso era incapaces de reprimir las lágrimas, otras, simplemente no querían ni imaginar que les sucediese algo parecido. Los semblantes palidecieron y durante días no se escuchó ninguna risa adulta, solo susurros. Se diría que habían bajado el volumen de todas las voces al unísono.
La confusión llegó al principio con las diferentes versiones- Me han dicho que es CiprianoQue no, que no, que era Julio Santos, que yo le he visto las piernas gordas, y las Kickers en los pies- Pero tú que vas a ver, si desde que llegó la policía no se puede entrar en toda la planta – Y entrar Julio Santos por allí, preguntando por el tema, quedaba claro que se trataba de otra versión apócrifa, de otro bulo.
Hasta unas horas más tarde no se supo el nombre del alumno que se había colgado de la cisterna, utilizando como soga dos corbatas del uniforme. Pero para cuando los docentes, que aún estaban en la escuela, se enteraron de la verdad, los alumnos estaban en casa disfrutando de un día de descanso, debido al luto declarado en el centro educativo. Mientras que los profesores se cuestionaban las razones de aquella noticia tan sorprendente como cruel, los alumnos se debatían entre la pena por la muerte de un compañero, y la alegría por aquel día de descanso.
Unas horas después, cuando el patio del colegio estaba completamente vacío y silencioso como una enorme criatura sin vida, el director reunió a los maestros que allí hacían tiempo en espera de noticias. Les contó que el alumno fallecido era Miguel Pérez. El chico debió colgarse el día anterior, su madre llevaba buscándolo toda la noche. No había notas, ni nada, y preguntada su madre, tampoco en los últimos días, se habían dado aparentemente causas aparentes que lo pudiesen haber llevado a cometer tamaña atrocidad.
Al día siguiente, el colegio organizó un solemne funeral. Hubo flores y estampitas, música sacra y un enorme silencio. Se paseó el féretro por el patio, y se celebró la misa en la capilla. El obispo, rodeado de dos de los sacerdotes de la escuela, ofició una misa en la que no faltó el coro del Sagrado Corazón ni tampoco la colaboración de algunos alumnos en el momento de la lectura. Asistieron todos los miembros de su clase, vestidos de negro y sentados en las primeras filas. Al acabar la misa, los niños se alinearon frente a la madre de Miguel, y pasaron uno a uno a darle un beso y presentar sus condolencias.
Dos días después se reanudaron las clases, y lo hicieron de una manera muy distinta a la semana anterior. Tanto las horas lectivas como los recreos eran más silenciosos; Cipriano disfrutó de sus primeras clases de gimnasia tranquilas, y Julio Santos reprimió sus ansias de llamar la atención. Nadie escondió las gafas de Rafita Boix, y Gus y sus amigos parecían divertirse junto a sus compañeros. Pero todo aquello duró poco, sólo unas cuantas semanas. Sólo duró el tiempo en que todos tardaron en olvidarse de que durante la última semana de la vida de Miguel Pérez, ni uno sólo de sus compañeros se había dignado a dirigirle la palabra.

Dedicado al Colegio de los Hermanos Maristas

FIN

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL INQUIETANTE MOMENTO DEL BALANCE


La tarde se va escapando lentamente, con la cadencia triste y pausada que todo lo domina los domingos por la tarde. El sol se oculta tras de las montañas, y se asemeja al rastro de un enorme fuego que amenaza con consumirlo todo. Miles de coches transitan una carretera que se diría distinta de la que les vio partir hace tan sólo dos días; los rostros más taciturnos, los maleteros más vacíos, los parabrisas más sucios…
Marcos mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un cigarro, baja un dedo la ventanilla y lo enciende.
- Te he dicho mil veces que no me gusta que fumes en el coche- Luisa habla sin mirarle a la cara, con un tono quedo pero cargado de reprobación.
- Pero si la ventana está abierta…- Marcos le pone cariñosamente la mano en el muslo- Le doy dos caladas y lo tiro.
La velocidad del tráfico desciende a menudo que se aproximan a la ciudad, están prácticamente parados. Ha oscurecido completamente, y entre las potentes luces de los coches, la noche se intuye un territorio inhóspito.
- Sara está más gorda ¿no crees? – dice Luisa ha apoyando un codo en la ventanilla, y descansando la cabeza en la mano.
- No sé, ¿tu la ves más gorda?
- Yo la veo más gorda y más triste, creo que les pasa algo a Iker y a ella. Si te fijas, prácticamente no se han hablado en todo el fin de semana.- Habla mirando al vacío, como si lo que dice, se le estuviese ocurriendo en ese mismo instante- Es horrible estar en pareja cuando las cosas no funcionan…Para eso es mejor estar solo.
- Si - Marcos quiere hacerle ver que la escucha, aunque le molesta sobremanera hablar de la vida de otros. Realmente está atento a la radio, que con un volumen casi imperceptible, no ha dejado de transmitir los partidos de la liga de fútbol.
- Iker y Sara son la típica pareja que no se separará jamás. Es como si tuviesen interiorizado que van a seguir siempre juntos.
- Eso nunca se sabe, mira tu prima Rocío. Tampoco pensábamos que sería capaz de separarse.- Marcos está aburrido de hablar del tema, y se indigna consigo mismo por parecer entretenido. Su buena educación es como un resorte, algo que no puede evitar. Piensa en mostrarse molesto, pero no demasiado, y al final sus palabras le suenan a la de alguien realmente interesado.
- Ya, pero lo de Rocío es diferente. Ignacio le fue infiel.- Luisa cambia de postura, ahora lo mira a la cara, observa su perfil alargado, las gafas de pasta, el frondoso bigote- ¿Tú me has sido infiel alguna vez?
Mirando a Marcos, cualquiera diría que ha recibido un impacto real, más que dialéctico. Su sobresalto le ha hecho agitarse ligeramente. Se ha quedado con la boca entreabierta, mirando al frente.
- ¿Pero se puede saber a qué viene eso ahora? – Marcos ya no está pendiente del fútbol, ya está concentrado en la conversación con Luisa, a la que mira con los ojos muy abiertos, entre la indignación y la duda.
- No sé, siempre me lo he preguntado... No te han faltado oportunidades, con una enfermera, o en todas esas jornadas médicas en las que vais sólo tíos ¿nunca habéis ido a un burdel?
- No entiendo nada… – ahora a Marcos ya la mira a la cara, fijamente aprovechando que la circulación está detenida - ¿se puede saber que mosca te ha picado?
- No tienes que ponerte así, sólo era una pregunta.- dice Luisa dejando de mirarlo- Además, soy tu pareja y tengo derecho a saberlo.
- ¡Pues no, claro que no te he sido infiel! Y aunque tengas derecho a saberlo, creo que este no es momento, ni lugar para una pregunta como esa- Marcos habla con firmeza, elevando un poco el tono de voz, aunque no demasiado.
- Vale, vale. Tranquilo.
El silencio se adueña del coche, sólo se escucha el murmullo del motor. El tráfico se ha vuelto más fluido de repente. Luisa abre la ventanilla para que entre un poco de aire puro. Sin embargo, por la abertura penetra un aire gélido de principios de invierno, y con un olor desagradable, como químico. Están pasando junto a un polígono industrial, y los enormes carteles, iluminados de manera estridente, son estruendosos reclamos llamando la atención en mitad de la noche que crean un paisaje artificial. Luisa observa las calles desiertas del polígono, mientras reflexiona sobre la culpa. La culpa como un gas que penetra por las más finas rendijas, como un contaminante gel, que avanza hasta alcanzar cualquier recodo de tu vida. La que genera una sed de aprobación por el otro, de aceptación por el otro, la necesidad del perdón al fin y al cabo. Maldice a la moral judeo-cristiana en la que se crió, se maldice a si misma, presa dentro de su culpa como dentro de un duro corsé que se ciñe cada vez más a su cuerpo hasta dificultarle la respiración. Por un instante se traslada al momento anterior al nacimiento de su culpa, y piensa en la posibilidad de haber actuado de manera distinta, en volver atrás y cambiar el rumbo de las cosas. Aunque realmente no sabe cuál fue el punto de inflexión; el momento de dar el primer beso, o el de aceptar la primer copa ¿cuándo comenzó a ser infiel? Además, piensa, nada se puede hacer con el pasado, sólo asumir las consecuencias.
Por su parte Marcos, aprovechando el silencio, se ha vuelto a concentrar en el fútbol. Distraído, mira los mojones que marcan los puntos kilométricos de la carretera y piensa que son simbólicos testigos del paso del tiempo; han pasado de ser pilones de hormigón bastos y pesados, a estilizados perfiles hechos de alguna aleación ligera, pintados con modernas pinturas reflectantes.
- Perdona, me he pasado un poco – Luisa le mete cariñosamente la mano en el bolsillo de la camisa, saca un pitillo y se lo pone en la boca.
- Gracias- Marcos sonríe agradecido-
- Creo que estaba un poco celosa. No sé, has pasado mucho tiempo con esa chica, Andrea, la nueva novia de Nicolás. Es muy guapa.
- Por favor, Luisa… - Sigue sonriendo con el cigarro todavía apagado en la boca. Lo enciende mecánicamente y continúa- Pero no puedes hablar en serio. Esa chica tiene veinte años menos que yo. Además no es mi tipo, nunca me han gustado las mujeres altas…Yo prefiero las pequeñitas como tú- Al decirlo le acaricia la cara mientras conduce. Sin mirarla, su caricia es un gesto paternal.
Luisa fuerza una sonrisa que pretende tener tono de disculpa, pero que es la imagen viva de la tristeza. Gira la cara hacia la ventanilla, y aunque sepa que él será incapaz de sospechar ese matiz en ella, se siente incómoda, como desnuda. Fija la mirada en el vacío cambiante que es la noche; se intuye algún arbusto, puede que la silueta de un animal, algo de basura en el arcén. Perdida en sus reflexiones, imagina un paisaje onírico, de colores vivos e irreales. Es un inmenso valle y está desierto, ella está en la cima de una montaña, y oye en la distancia a Marcos gritando su nombre. Entonces piensa, ¿cómo se puede estar tan lejos sentados dentro de un coche?

jueves, 7 de octubre de 2010

LA CARTA





Don Esteban sabe donde venden los mejores salazones de la ciudad, conoce a la perfección el horario de misas de todas las parroquias del barrio, y es de los que piensa que dando no se hace nadie rico. Vive sólo en un pequeño piso con poca luz y los techos altos, en la Calle Curtidores número cinco, y su vida diaria es sistemática hasta lo enfermizo. Se levanta sobre las siete de la mañana y se asea tranquilamente, a las nueve sale de casa embutido en su traje de chaqueta gris, tiene uno de invierno y otro de verano carente de chaleco, que está hecho de un tejido más ligero. Su primera parada es para tomar un café con tostadas en el Bar de Fede, de allí sale a dar su paseo matutino por alguno de los grandes parques públicos de la ciudad más o menos hasta la hora de comer. Por la tarde, después de la siesta lee los diarios gratuitos que recopiló por la mañana y asiste a misa cada día en una parroquia diferente. De vuelta a casa, se prepara algo de cena y se acuesta a leer su colección de Obras completas de escritores ilustres en papel de biblia.
En el día de hoy pocas cosas van a cambiar, no se modificará su aseo matutino ni el café con tostadas, ni la recogida de los periódicos gratuitos. Sólo la aparición de la lluvia, poco frecuente en esta ciudad, le ha hecho modificar su recorrido. Hoy don Esteban se quedará en casa, revisará el correo y ordenará las facturas que lleva recogiendo varios días sin haberles dado una ubicación precisa. Así que de vuelta a casa abre el buzón y retira las cartas, todas son recibos menos una, y todas tienen el remitente escrito con letras de imprenta en el sobre, salvo una, en la cual la dirección de envío está escrita a mano y el remite está ligeramente borroso. Al ver la carta a don Esteban le da un vuelco el corazón, la observa detenidamente sin abrirla y se la guarda en el bolsillo, como si pretendiera ocultarla. Sale a la calle y comienza a andar sin rumbo fijo, calándose hasta los huesos, desprovisto como va de paraguas.
Se mete la mano en el bolsillo y toca la carta, su tacto es como el de cualquier otro papel, no parece muy extensa ya que no debe contener más de un folio. A don Esteban le cuesta respirar, y ha empezado a sudar pese a que la temperatura es más bien fresca. Sabe que tiene que abrir la carta pero le da un miedo terrible el hacerlo.
En contra de su costumbre, camina con la cabeza gacha, ensimismado, pisando algún que otro charco y humedeciéndose los calcetines apenas guarecidos tras los zapatos. Decide entrar en un bar y pedir una copa, ya ni recuerda los años que hace que no bebía alcohol. Con la mano temblorosa, saca la carta del bolsillo y la pone encima de la mesa. La tinta de exterior del sobre se ha corrido, y su aspecto es grotesco. Bajo el sello del Quijote, su dirección es ya casi irreconocible.


Al abrir el sobre, encuentra dentro una foto y una esquela. Observa fugazmente la foto y lee el nombre escrito en el recorte de periódico, aunque ya sabe de quien se trata. Don Esteban parece haber recibido sobre sus hombros un enorme peso, se ha quedado inmóvil, con la mirada perdida en algún lugar lejano. Sin embargo, da la impresión de que hubiera estado esperando desde hace mucho tiempo este momento. Su gesto es más relajado, pese a la enorme tristeza de su mirada, y la mano que ase el vaso ha dejado de temblar. Ya no parece nervioso. Tras unos segundos de ensimismamiento, da la vuelta a la esquela y se concentra en la fotografía.
Al mirarla, una tranquila melancolía lo invade por completo. Es una foto de estudio en blanco y negro, la foto de una familia. En el centro, los padres; él lleva un uniforme militar, tiene el gesto adusto y el porte aristocrático de alguien acostumbrado a dar órdenes. Ella es una mujer gruesa con un vestido oscuro, el pelo ondulado pegado sobre la frente, y está sentada sobre una silla de mimbre. Delante, los niños, vestidos de manera impecable con sus pantalones cortos de franela, uno subido a un caballo de cartón, el otro, mucho más pequeño, descansa en los brazos de la madre. Detrás, el decorado realista retrata una plaza de inspiración neoclásica.
Con la fotografía asida entre los dedos índice y pulgar, don Esteban da un buen trago al coñac, que le sabe ligeramente salado al mezclarse con las lágrimas que se desprendieron de sus ojos. Ahora llora tranquilo, aunque con el gesto inmutable; hacía tanto que no derramaba una lágrima… Conoce bien esa foto, incluso recuerda el día en el que fueron al fotógrafo, el olor a puro habano del estudio, y aquel decorado de colores pasteles, como de casa de muñecas. Y sobre todo recuerda el caballo de cartón que tanto tiempo ansió tener pero del que sólo disfrutaba en el estudio del fotógrafo. Pasa mucho tiempo contemplando la imagen, recreándose en los vívidos recuerdos que le inspira, los olores a pan recién hecho de la tahona de debajo de casa, y el recorrido hasta el colegio con su hermano cogido de la mano, el picor de los sabañones en los dedos, y el aroma de su madre, mezcla de laca y agua de colonia de Álvarez Gómez.
Luego observa la esquela, leer un nombre conocido en letra gruesa de imprenta sobre una cruz es como asomarse a un precipicio, “tu mujer y tus hijos te añoran. Descanse en paz”, la sensación de vértigo es casi física, le produce un ligero mareo y el corazón se le vuelve a acelerar. Pese a todo, él no aparece por ningún lado, lo cual es normal, se dice. Intenta calcular los años que hace que no había visto a su hermano, veinte, quizás veinticinco. Mientras pide otro coñac, decide que llamará a su viuda, Adelina cree que se llama, tuvo tan poco trato con ella... Es más, irá a verla, a ella y a esos sobrinos que jamás llegó a conocer. Repentinamente, experimenta una laxitud desconocida en sus músculos, y pese a la tristeza de la noticia, se siente bien. Le gusta haber tomado esa decisión, está orgulloso de si mismo, de su iniciativa. Al salir a la calle sus pasos son más ágiles que de costumbre. Hablará con Adelina, porque él nunca tuvo rencor, pero el paso de los días, tozudos, uno tras otro, van enfriando las cosas y confundiéndolas. Cuando está a punto de entrar de nuevo a casa, de nuevo rompe su rutina y dando un giro, se encamina hacia un restaurante cercano donde come un magnífico cochinillo acompañado por sus reflexiones y una botella de vino. Es encuentra a gusto pese a la nostalgia que le dejó la funesta noticia, y se da cuenta que hacía mucho tiempo que no se sentía así.
Sin embargo, cuando llega a casa, buscando en el cajón de la cómoda el teléfono de su hermano, entre viejos papeles y recuerdos familiares, descubre el testamento de su madre. Una idea recurrente se apodera de él, la siente como cosida a la boca del estómago. La ha estado continuamente tratando de evitar, pero cuando no puede contenerla más, y la desarrolla, un mundo de reproches hacia su hermano se le viene encima. Sin embargo lucha contra ellos; lo pasado, pasado está… Esteban ¿dónde está tu caridad cristiana?, se dice. Bebe un vaso de agua como para intentar digerir la desazón que le invade, intentando diluir el ardor que lo está corrompiendo. Lo hará, llamará a su cuñada, conocerá a sus sobrinos, y les dirá que no importa todo lo que su padre le hiciera, ni sus desaires ni el trato de favor que recibió del abuelo. He perdonado a vuestro padre, les dirá, lo perdoné hace tiempo. Y les contará paso a paso la historia, no con el objeto de reprocharles nada, sino para que ellos sepan lo que tuvo que vivir. Y que pese a todo, él es una persona magnánima, que sabe perdonar.
En cualquier caso, pese a sus buenas intenciones, la inquietud ha ido en aumento, y ahora la indignación ha tomado sitio en su pecho, se ha extendido por sus brazos y sus mandíbulas, que tensa de manera contundente. Ante su estado de consternación decide darse una tregua, cenar frugalmente y leer, y así lo hace. Distrae su mente batiendo los huevos para su tortilla francesa y friendo una sardina de bota. Ordena la ropa interior para el día siguiente sobre la cómoda; los calzoncillos, un pañuelo con la inicial bordada, calcetines y camiseta, todo meticulosamente dispuesto. Se pone el pijama y se dirige a la estantería del salón donde le espera Stephan Zweig encuadernado en tapas de lustrosa piel. Cuando llega a la cama, antes de leer, repasa el día. Piensa que la diferencia de los duelos de alguien cercano con los de aquellos a los que no ves hace tiempo, es que la tristeza que provocan se mitiga mucho antes. Ocurre igual que en las noticias de los diarios sobre grandes tragedias, al tiempo de haber ocurrido uno se entristece, pero si horas después se busca entre los pliegues internos restos de esa efímera desdicha, no hay ni rastro de ella. En Esteban tampoco hay rastro de la tristeza por la muerte de su hermano. Descanse en paz, dice en voz queda antes de apagar la luz.
Pero no le resulta sencillo conciliar el sueño. En la oscuridad, su rencor es un enemigo que lo persigue sin darle tregua. Surge de cada esquina acechante, y se cuela en cada reflexión, haciéndose cada vez más grande. No importa en lo que piense don Esteban, su cabeza siempre hallará un hilo conductor para volver a hacer surgir sus cuentas pendientes, sus reproches. Otra idea surge en su cabeza, y va tomando fuerza rápidamente, como una marea que sube sin pausa y en pocos minutos lo anega todo. ¿Y si no acude al entierro? ¿si lo deja todo tal y como está? Al fin y al cabo, ni siquiera se han dignado a llamarlo, y él es el hermano del fallecido… Cuando consigue dormirse, un horrible sueño se apodera de su inconsciencia. Él, con su edad actual, tiene puestas unas orejas de burro en la cabeza, y está sentado de espaldas a la pizarra, mirando a toda la clase. Enfrente, un grupo de niños pequeños se ríen de él y le lanzan bolas de papel. Su madre es la profesora. Más tarde, la puerta de la clase se abre y el director anuncia alarmado que un toro anda suelto por el colegio, deja la puerta abierta al marcharse y el animal irrumpe en la clase un minuto después. Cuando el enorme bicho se abalanza hacia don Esteban, éste despierta alarmado.
Al amanecer, el sabor de la duda le deja un regusto amargo en la boca. No sabe aún que hacer. No está acostumbrado a la incertidumbre, y lo cierto es que todos aquellos cambios no le están sentando nada bien. Se encuentra cansado, no ha dormido bien, y le cuesta tener las ideas claras. Incluso experimenta cierta sensación de temor ante aquella ambivalencia; se siente como frente a una inquietante puerta, y no sabe si debe o no abrirla. Cuando se da cuenta de que no está en las mejores condiciones para pensar, decide retomar su rutina habitual. Ya tomará una decisión más adelante.
Cuando sale del bar donde desayuna habitualmente, acude a misa de diez a una parroquia un tanto alejada, y a la salida pasea por uno de sus parques favoritos. Poco a poco, y sin apenas darse cuenta, la cabeza se le va llenando de razones de peso para no llamar a su cuñada; a cada paso, un nuevo motivo surge como un obstáculo en su camino. Puede que no quieran hablar con él, seguro que su hermano siempre lo criticó, probablemente el envío de la carta era más un gesto de despecho que de buena voluntad… Según su costumbre, mientras camina enfrascado en sus razonamientos, recopila cuidadosamente la prensa gratuita y más tarde toma el autobús de vuelta a casa. Observa a una mujer que se ha sentado junto al conductor, debe tener la edad de Adelina, aunque su cuñada no era tan guapa. Y eso sin contar su fuerte carácter; ya su madre era conocida por el genio que tenía. Piensa en la llamada de teléfono, e inventa mil salidas para las posibles reacciones de su cuñada. Antes de llegar a su parada, ya está convencido de que ahora no es momento para cambiar las cosas. Mas tarde, come y duerme la siesta después de leer un poco la prensa. Por la tarde hace unas pequeñas compras, y vuelve de nuevo a casa. Se encuentra mucho más tranquilo después de un día “normal”.
Al entrar, observa la carta encima del taquillón. Ya es un objeto del pasado, la decisión está tomada. No llamará a nadie. Con cierta desgana la guarda en el cajón de la cómoda, junto a sus pocos recuerdos familiares. Entonces, una idea se le instala en la mente. ¿ Alguien mandará una carta parecida cuando él fallezca? Le da un vuelco el corazón, y cuando se da cuenta del abismo que acaba de abrir ante sus pies, da un respingo y se va hacia su habitación a ordenar la ropa interior para mañana, calzoncillos, camiseta, pañuelo... Ordena mentalmente su horario y planifica paso a paso sus actividades, mañana es viernes, día de su misa de once en San Juan y San Vicente.

lunes, 13 de septiembre de 2010

VILLA LAMETTA


El día en que me asesinaron acababa de cumplir los veinte años, tenía el pelo fuerte y rizado, unos ojos jóvenes y vivos, y no sabía muchas cosas que ahora sé. No sabía que Anetta, la preciosa ayudante de cocina, estaba completamente enamorada de mí, aunque después de un furtivo encuentro en el granero, su indiferencia me hiciese llorar y escribirle los más pueriles versos de amor. No sabía que su padre, mi mayordomo, llevaba robándome periódicamente desde la muerte de mi abuelo. Desconocía también, que toda la nobleza de la comarca ansiaba mis tierras con la cruel avidez que sólo es capaz de generar el dinero, y que para conseguirlas, algunos de ellos habían planeado mi muerte.
Desde mi “no ser”, he reflexionado muchas veces sobre la condición humana, pero quizás por haber dejado de ser uno de ellos, nunca he llegado a entender del todo las razones que llevan a los hombres a actuar como lo hacen. En mi condición atemporal, observo sus actos y me siento como un niño al que le alejan los objetos que le pueden resultar dañinos, por más que intento comprenderlos, me es imposible. Imagino que aquel enorme individuo, que más tarde supe que se llamaba Claudio Pizzioli, obtuvo una razonable cantidad de dinero para jugarse el pellejo entrando en mi casa de noche, con una afilada daga con la que me seccionaría la yugular en una delicada obra de carnicería. No desperté, o al menos no fui consciente de ello, cuando el aire me fue faltando y la sangre empapó mi lecho. Aquel intenso color rojo habría de acompañarme durante muchos años.
El infeliz de Pizzioli fue detenido horas después mientras se emborrachaba en una taberna cercana. Los mismos que le encargaron el crimen, lo acabaron colgando en la Plaza Mayor. No sentí nada especial cuando murió aquel hombre, en mi estado actual los sentimientos son meros automatismos, nada duele, ni alegra, nada excita; todo se mide desde la comparación con la vida anterior, desde la mera teoría. De todos modos, ahora que no me queda mucho tiempo aquí, estoy empezando a valorar positivamente lo que tan decaído me tuvo al principio, cuando añoraba mi antiguo estado. Es agradable esta fría indolencia , este paseo por el tiempo como una masa continua, que no avanza ni pesa.
Cuando descubrí que estaba muerto, supe muchas cosas sin que nadie me las contara, las aprendí de una manera extrañamente natural, simplemente las sabía. Sabía que tenía una función, y que hasta que no la terminara no podría marchar. Sabía que no podía salir de las paredes de mi hacienda, que nadie me veía ni me oía y que sólo podía hacerme presente en momentos puntuales, y únicamente para cumplir mi objetivo. Todo esto lo llevaba grabado de una forma irracional, instintiva, de la manera en que se estampan en uno las cosas más importantes.
Al morir mi abuelo, el duque, me dejó como único heredero de una inmensa fortuna, cientos de terrenos y una enorme arca llena de oro traído de sus viajes. Yo era su único nieto, fruto del matrimonio entre su hijo el mayor, que falleció en la guerra a las órdenes del rey, y de una madre que nunca fue la misma tras un difícil parto de gemelos. Mis hermanos apenas sobrevivieron unas horas. Ella murió meses después, yo tenía dos años. Mi abuelo se ocupó de mi crianza con toda la dedicación que le fue posible. Recibí formación militar, y fui instruido en humanidades. Aprendí con la misma intensidad a esquivar el florín adversario y a acariciar las teclas del piano. Desde la simbólica atalaya en la que me encuentro sé que fui un joven feliz, que vivió sin saber de su limitado tiempo, pero aprovechando cualquier oportunidad de solaz que la vida me proporcionaba.
El primero en aparecer por el palacio, días después de mi muerte, fue mi tío Enrico, el hermano de mi abuelo. Bajó de su calesa con el gesto adusto, y con la excusa de rememorar los momentos vividos con aquel familiar fallecido que era yo, se encerró en mis dependencias. Una vez estuvo dentro, registró cajones, removió arcas y hasta levantó tablillas del entarimado, cegado como estaba por su inmensa avaricia. Buscaba escrituras y documentos que le facilitaran el acceso a mis bienes, y sobre todo ansiaba conocer la situación del arca donde mi abuelo guardaba el oro. Mientras mi tío registraba infructuosamente la casa, desatornillé cuidadosamente las ruedas de su carruaje. Minutos después Enrico caía despeñado por un cercano desfiladero.
Nadie lloró su muerte, era un viejo solterón, conocido por su codicia y su mezquindad. Sus criados lo celebraron con regocijo, y yo, aunque no sentí alegría, sí que tuve el alivio de saber que andaba más cerca de mi liberación. Realmente, lo único que echaba de menos eran los paseos por el campo, recluido como estaba en mi vetusta residencia. En todo momento he envidiado la quietud de las hojas en una tórrida tarde de verano, o el porte de los abetos blanqueados por la nieve, los olores de las hierbas aromáticas o la sensación del viento que corta la cara en una fría tarde.
Desde la ventana de mi estudio, en medio del silencio que invade la casa he pasado horas de contemplación, de reflexión, horas de espera.
Una de esas tardes, protegidos por la confusión de las primeras lluvias del otoño, aparecieron mis siguientes visitantes. El barón de Simoni y el alcalde Puzzo aparecieron solos, cada uno en su caballo, del que se apearon sin decirse ni una palabra. Entraron con rapidez, y tras dejar los caballos en la parte trasera, aún sin hablarse, se dirigieron al salón, como cumpliendo el dictado de un plan preestablecido. Allí golpearon suavemente las paredes buscando el sonido hueco de una pared que albelgara el arca, el preciado tesoro tras el que todos andaban. Alineados frente a la misma pared, uno junto a otro, no fue difícil acertarles a los dos, tras desprender cuidadosamente una de las pesadas vigas de sabina del techo. El peso de la madera los abatió sin que supieran siquiera la procedencia del ataque. Ambos murieron en el acto.
Aquello sí tuvo consecuencias inmediatas. Después de aquel día, el castillo tomó mala fama, la gente murmuraba que estaba habitado por fantasmas, hubo quien habló de la maldición de Villa Lametta, y el número de visitantes cayó radicalmente. Aunque no del todo. La codicia es más poderosa que el miedo, y la mezquindad más que la prudencia.
El siguiente en visitar mi casa fue Andrea. Amigo mío desde la infancia, nadie lloró como él frente a mi lápida, jamás hubo una persona más abnegada para conmigo, nadie más atento. Pero el poder de perversión del oro es insondable, y cegado por la sed poseerlo, Andrea llegó caminando un atardecer de primavera. Crujían bajo sus pies las malas hierbas, que habían tomado por completo los otrora vistosos jardines de la entrada. Entonces supe que él también había conspirado contra mi, tuve una revelación, como un fogonazo, y vi su imagen, junto con los otros, negociando el precio de mi muerte con el gigante Pizzioli. Entonces, su muerte se hizo necesaria. Actué con suma paciencia, que es más virtud de muerto que de vivo, y apenas tuve que alzarlo ligeramente para que cayese en el fondo del enorme pozo, en cuyos alrededores buscaba el arca. No me importó que supiese que era yo quien acababa con su vida, aunque tampoco me produjo placer alguno ver su final, gritando mi nombre con desesperación mientras caía. Lo hice como algo inevitable, como parte de un guión escrito hace tiempo.
Tras aquel encuentro, pasé años y años en soledad, mirando el bosque con anhelo, parapetado tras las ventanas de mi hacienda he visto pasar los días y las noches a la velocidad del rayo, he visto crecer la maleza hasta que tapó completamente la vista de la entrada. El tiempo le dio a todo una devastadora mano de pintura; oxidó los metales, pudrió las maderas, ahumó los cristales. El silencio y la soledad se revelaron mucho más sólidos que los muros de este castillo.
Uniendo todos aquellos hechos fui entendiendo nuevas cosas, como que fueron cinco las personas que se reunieron para poner fin a mi vida, y que sólo me quedaba una persona para acabar con mi labor. Entendí que la esperaría, a él o a su descendencia, todo el tiempo que hiciese falta, más allá de los plazos humanos, de las distancias de los hombres, con la perseverancia de la gota de agua que perfora una piedra.
Afuera, en el mundo real, la gente se fue transmitiendo la historia de una maldición de puertas adentro de este castillo, una historia que trascendió generaciones. Lo que no sabían es que la verdadera maldición era su avaricia, con la que convivían a diario, y que es la que hizo a todos aquellos infelices franquear las puertas de mi casa. Diecinueve años un mes y tres días tardó mi suerte en llegar.
Cuando se abrió la verja, llevaba unos días esperándolo, sabiendo que su día estaba cerca. De lejos sólo pude distinguir una joven silueta que se acercaba sigilosamente, unos metros más adelante me llamó la atención su cabello, rizado, bello, poderoso. Cuando lo pude ver de cerca, su cara me trasportó a otra época. Aquel veinteañero de ojos vivos era una réplica mía, su forma de andar, aquellos ojos claros y misteriosos y el hoyuelo en la barbilla herencia de mi familia materna, no dejaban lugar a duda. El chico se quedó mirando en dirección a la ventana en la que yo me encontraba, y aunque sabía que no podía verme, creí sentir algo similar a un estremecimiento.
Un segundo después lo entendí todo. Me vino a la cabeza la dulce imagen de su madre, la joven Anetta, y la no tan dulce de su abuelo Luciano, mi mayordomo, que era el quinto integrante de aquella infausta mesa. Mientras comprendía que la maldición, pasando de padres a hijos, había acabado cayendo sobre mi propia sangre, ya era demasiado tarde. La gran lámpara de araña que yo mismo había afilado con paciencia mortal, cayó de manera incontestable sobre la espalda de mi hijo. Cuando, un instante después, yacía en el suelo, ensangrentado, pálido, pero libre y lejano, supe que mi labor había terminado.

miércoles, 14 de julio de 2010

UNA POSTAL FAMILIAR


La visión del enorme reloj de pared le producía un dolor casi físico, dorado y ostentoso, se erguía junto a la pared como orgulloso de su mal gusto. Nada más entrar, de la puerta de la izquierda salió el maître, un curioso hombrecillo calvo, vestido con un traje de chaqueta excesivamente grande y que saludó efusivamente a los padres de Alberto, y a éste le dio dos sonoros besos. Alberto los presentó;
-Esta es Verónica, y ellos mis suegros- si os puedo llamar así…- Todos sonrieron aquel comentario, menos Martín, que fue incapaz siquiera de fingir una mueca.
Tras los protocolarios saludos y algún que otra anécdota que pretendió ser graciosa, el hombrecillo los hizo pasar a un comedor de paredes empapeladas y una extraña decoración que recogía lo más abyecto del estilo Luis XVI aderezado con algún toque típico español que revelaba el carácter de “asador” del establecimiento. Martín buscó la mirada cómplice de su mujer, Clara, pero ésta se mostraba esquiva.
-¿A que es precioso?- la madre de Alberto cogió del brazo a Clara y le fue mostrando los más pequeños detalles del salón- La mujer de Damián es decoradora, por eso tiene tanto gusto.
Cuando se sentaron, Martín respiró hondo y se pidió como aperitivo un Dry Martini para intentar digerir todas aquellas sensaciones. Frente a él tomó asiento el padre de Alberto, un adinerado marmolista que sudaba abundantemente bajo su traje de chaqueta color crema. La vista de Martín se centró en el alfiler de corbata, dorado con incrustaciones de piedras, el codazo que le dio Clara lo sorprendió pensando dónde sería posible comprar algo así.
-La consulta la tenemos en Duque de Calabria, dónde la tenía el padre de Martín…- dijo Clara sonriendo a los padres de Alberto.
Observando a su mujer se sintió orgulloso de ella, de su refinada delgadez, la piel morena, y ese estilo único de mover las manos, que se hubiesen hecho entender por sí solas, sin necesidad de palabras. Por un momento se reconcilió consigo mismo, se sintió a gusto. Mientras, Clara seguía hablando.
-Martín es la tercera generación de médicos de la familia, y si Dios quiere, Verónica será la cuarta- su hija enrojeció mientras Alberto la cogía cariñosamente de la mano.
Pensó que junto a Clara, ninguna conversación corría peligro, era una criatura social, tras la que él se resguardaba en situaciones incómodas como ésta. Siempre sabía lo que decir, como agradar, y lo ejercitaba en cualquier foro, solícita y educada desde un club social hasta el mercado, desde una recepción oficial, a la cola del cine. Él observaba. Odiaba hablar cuando no tenía nada interesante que decir.
-…Y eso que los objetivos de este año eran de aúpa - Alberto explicaba cómo había conseguido más ventas que ninguno de los otros jefes de área, cargo al que había accedido de manera prematura para lo que solía ser habitual en su empresa.
Martín observó a su hija, sonriente, como envenenada por la peligrosa droga de la juventud, era una digna sucesora de todas las generaciones de jóvenes engañados y felices, enamorados; Verónica era inocente y parecía embobada por aquel vendedor de coches locuaz y atractivo que no había dejado de hablar en toda la noche. Bebió un buen trago de vino como para mitigar su malestar, mientras observaba al padre de Alberto abalanzado sobre el plato, comiendo con fruición y manchándose el frondoso bigote. Martín se sonrió al pensar en su amigo Koldo diciendo “desengáñate, hoy en día sólo llevan bigote los fachas y los maricones”
-…Pues yo ya se lo he dicho a los chicos– rumiaba entre bocado y bocado el marmolista- Yo tengo un piso en el centro que se acaba de quedar vacío, si lo quieren para ellos…
-Tampoco creo que sea tan urgente- intervino Martín, con un punto de disimulada indignación- Al fin y al cabo, Verónica ni siquiera ha terminado la carrera.
- Pero ya sabes que los jóvenes, lo que quieren es estar juntos, cuanto más tiempo mejor, tu ya me entiendes... - Y soltó una sonora carcajada que a él le pareció más propia de alguna especie animal, que de un ser humano.
Martín sintió una especie de indisposición, y en un repentino acceso de ira se recriminó su falta de valor para abandonar la mesa y dejar plantados a aquellos maleducados nuevos ricos. Creyó atisbar la preocupación en la cara de su mujer, que seguía evitando su mirada, como huyendo de una complicidad que sólo podía hacerles daño. Clara introdujo un nuevo tema de conversación que distendió el ambiente de manera inmediata.
Sin embargo, cualquier nuevo giro que tomaba la conversación, a los ojos de Martín, quedaban más claras las carencias de aquel trío; la madre, bien callada, o bien arguyendo obviedades, el padre, seguro siempre de tener la razón, soltando verdades irrefutables y riéndose sus gracias unilateralmente, y su hijo, todo argumentación y carente de fondo, adornando con abundantes palabras las afirmaciones más banales. Y lo peor es que Verónica se sentía a gusto en medio de aquella barbarie, estaba embelesada con los excesos verbales de su pareja, y reía las ocurrencias del padre, que ya en los postres, desprovisto de la americana, parecía haber sido envuelto en su camisa de seda de color imposible.
Pero nada es eterno, y Martín siempre confió en su paciencia, así que haciendo acopio de estoicismo, esperó que aquello acabara, colaborando con monosílabos y afirmaciones redundantes a aquellas conversaciones que tan poco le aportaban. Entonces, después de los postres, cuando “el hombrecillo” empezaba a recoger la mesa, Alberto se levantó.
-Pues como Verónica no se decide a decirlo, lo diré yo. Papás… Clara, Martín- su hija se cubrió la cara con las manos- Verónica y yo nos vamos a casar- y tras ésta afirmación, con su mejor sonrisa en la cara, dio un paso hacia Martín con los brazos abiertos esperando ser correspondido.
Lo primero que le vino a la mente a Martín fue la imagen de un brazo amputado que vio en su época de estudiante, mientras hacía prácticas en el hospital. La violencia del corte hacía que le miembro ni siquiera sangrase. Se le petrificó la sonrisa en la cara, e inconscientemente se levantó y respondió al abrazo de su futuro yerno mientras notaba que sus poros se abrían repentinamente y empezaba a sudar. Lo cierto es que después no hubiera sabido recordar lo que pasó en los siguientes dos minutos, en los que los padres de Alberto, alborozados, abrazaban a su hija y a su mujer, y después cómo no, a él.
-¡El padre de la novia!, como me alegro de que vayamos a ser consuegros- mientras le palmoteaba la espalda, el padre de Alberto pidió al pequeño maître que sacara dos botellas del mejor champán francés.
Cuando cesó el revuelo inicial, al sentarse de nuevo en la silla, Martín buscó la mirada de su mujer, pero ésta sólo concedió en coger su mano, mientras se dirigía a Verónica, preguntándole por los planes que tenían para la ceremonia. Su futuro yerno, excitado como estaba, hablaba incluso más que antes, como para evitar dejar el mínimo hueco de incomodidad en aquella mesa que todos recordarían por mucho tiempo, aunque no por las mismas razones.
Su consuegro no le permitió pagar, sino que le instó a que le devolviera la invitación, pero a solas.
-Ahora tenemos mucho de qué hablar, que ya somos familia.
Cuando tomaron la calle, el frescor nocturno fue un bálsamo para la inquietud de Martín. Mientras andaba hacia el coche, lo abrazaron por detrás. Supo por las largas manos de uñas naturales aunque cuidadas, que se trataba de Verónica. Se giró y le dio un beso en la coronilla.
-Ni se te ocurra pensar que me he planteado dejarme la carrera, pero para qué esperar más, papá. Sé que es él. –En la profundidad de aquellos grandes ojos distinguió ilusión y miedo, y un deseo enorme de ser aceptada.
A Martín se le humedeció la mirada, aunque disimuló como pudo aquella incómoda emoción. Dio un abrazo a su hija y apretó su cintura buscando provocarle cosquillas. Al minuto siguiente ya estaban todos juntos frente a los coches, se despidieron y subieron por parejas cada uno al suyo. Al marcharse hicieron sonar el claxon.
Cuando se quedó a solas con Clara, apenas iluminados por la furtiva luz de las farolas, decidió guardar silencio. Un silencio compartido, confidente, un silencio que decía mucho, aunque no tenía necesidad de decir nada. Pararon en un semáforo, y Clara se giró hacia el, y sonriéndole con cara de incredulidad, se echó las manos a la cara y comenzó a reírse. El rió junto a ella y la abrazó mientras negaba ligeramente con la cabeza.
Unos segundos después, un coche pitó. El semáforo estaba en verde. Clara puso la primera y los dos avanzaron hacia aquel futuro que les estaba esperando, junto a su nueva familia.

FIN

miércoles, 9 de junio de 2010

ALGO, EN CIERTO MODO, INEVITABLE



Con solo apretar una tecla todo se fue al traste. Félix, el empleado modélico, el astuto emprendedor, el combativo capitán del equipo de rugby de la universidad, el sagaz negociador, el ínclito aprendiz de prohombre que con sus incursiones en la política había encarnado la joven esperanza del partido neo conservador, cambió el curso de los acontecimientos sin pestañear, con la naturalidad de quien revisa un balance, o elimina un correo electrónico.
Aunque aquello no fue tan repentino, lo había preparado durante algún tiempo. Como se rumoreó más tarde en la soleada terraza del club de hípica, esas cosas no es posible improvisarlas, nada de eso. Y ciertamente, se comprobó que la valiosa rúbrica de Félix estaba estampada en los documentos desde hacía más de una semana, los plazos, controlados magistralmente, y una alternativa diseñada para cualquier posible contingencia. Como un genial estratega, con sus plenos poderes, había ido tejiendo una consistente red por la que el destino de aquellos fondos era inapelable. Días después, entre copas de Martini y puros habanos, en la tranquila y perfumada atmósfera de los clubes sociales, la gente hablaría; los visionarios se jactaban de haberlo previsto, de intuirlo por algún que otro gesto, y sus más allegados callaban o simplemente rehuían cualquier comentario al respecto de la gran noticia.
La mañana en la que todo cambió, Félix salió de casa pronto, bañado en perfume caro, en los puños sus gemelos de la suerte se entreveían bajo la americana de lana fría. Anudada al cuello, bajo la prominente nuez, una bella corbata de seda, y en la mano, su portafolios de Loewe, en el que guardaba más secretos de los que nadie hubiese imaginado. Cuando bajó al garaje se cruzó con un vecino, que le dio los buenos días, y entró en su enorme coche de camino a su sesión diaria de gimnasio. Ginebra no es muy grande, y sobre todo no existen tantos gimnasios en los que uno pueda confiar, le decía su amigo Thomas mientras se cambiaban juntos en el vestuario, así que allí vio a varios altos ejecutivos de su misma firma, que posteriormente recordarían aquel encuentro una y otra vez, en busca de algún indicio válido para explicar el comportamiento de su colega.
Unos meses atrás, la carrera de Félix había alcanzado su punto álgido, cuando fue elegido para defender a la compañía ante un auditorio hostil. Se les acusaba de especular con alimentos básicos, como el trigo o el arroz, y así incrementar el precio del sustento básico de millones de personas. Lo que llegó como un encargo complicado, que podría haber hundido su carrera, se convirtió en su consagración como una persona locuaz, capaz incluso de convencer a los beligerantes representantes de las ONG’s. Su actitud firme pero dialogante, su convincente sonrisa, consiguió las adhesiones de unos cuantos y calmó la ira de otros. Durante unos meses, en Ginebra no se habló de otra cosa.
Pero hasta lo más increíble puede suceder en un momento, las estructuras más fuertes resultan endebles frente al poder del destino. Sin embargo, aquella mañana nadie pudo hallar una sola señal, reveladora de lo que más tarde sucedería. Ni el desayuno con los demás gerentes de zona, ni su habitual lectura de la prensa cambiaron lo más mínimo. Félix departió amistosamente con sus compañeros, y apenas un ligero temblor en su mano se podía percibir si se le observaba detenidamente al coger la taza del café. Cuando acabó su desayuno laboral, como se supo después, realizo unas cuantas llamadas de teléfono y solicitó a Chantal, compañera de sección, informes varios que servirían de cortina de humo a aquel plan, urdido hacía ya algún tiempo.
Antes de casarse, Chantal y él tuvieron más de un encuentro, y más de un desencuentro. Únicamente sexo fugaz, dirían mas tarde, un alimento necesario para sobrevivir en aquel ambiente hostil, lejos de casa. Él español, ella francesa, y los dos jóvenes y bellos. Ambos con una enorme capacidad de trabajo y preparados para el sacrificio. Pero todo tiene un límite, y la noche traiciona en ocasiones la firme voluntad de no mezclar asuntos laborales y sentimentales. Sin embargo la dirección de la empresa es irreductible en sus planteamientos, y no tolera ese tipo de escarceos, que como todo el mundo sabe, son un perjuicio para la actividad profesional. Así que Chantal tomó unas vacaciones forzosas, para reflexionar, y se reencontraron unas semanas después. A partir de aquello, su trato era distante, únicamente profesional. Él mantuvo su ascenso, pero a ella le costó la carrera. Luego llegó la boda de él, y con ello su cambio de estatus. Lidia era la hija única de uno de sus mayores inversores.
Al mediodía, Félix comió con un importante agente de bolsa, que semanas después, al ser preguntado, diría que percibió en su voz cierta aceleración, como una conversación más atropellada, una inusual excitación. Y ciertamente en aquellos momentos se sentía como una cabina estanca, como un enorme bunker que hacía imperceptible desde el exterior, el enorme estruendo que vivía por dentro. Había empezado la cuenta atrás, y sabía que en aquellos momentos, más que en ningún otro, sus planes podían frustrarse irremisiblemente.
De hecho, su proyecto no anduvo lejos de quedar en tentativa, cuando Lidia descubrió unos papeles que había olvidado sobre el taquillón de la entrada de su casa. Félix tuvo que emplearse a fondo para darle una explicación convincente. Aquella sería la última vez que hablaría. Ella nunca se explicó nunca cuales fueron las razones de su marido para llevar a cabo tamaña afrenta a la confianza de la compañía, y a la suya. Los motivos para mandar al traste tres años de convivencia. Nunca comprendió cual era el fallo, qué propició su huida. Años atrás, cuando se conoció su compromiso, las reacciones fueron de envidia y admiración a partes iguales. Eran la pareja de moda, el ejemplo a seguir, la encarnación de un modo de vida.
Durante los meses siguientes al desastre, Lidia estuvo encerrada en casa, como atrapada en un infinito bucle de preguntas, ¿si quería huir, porqué no le dijo nada? ¿Dónde estaría, y con quién? Repasó una y mil veces los últimos días con él, en búsqueda de alguna razón para su cambio de actitud, pero no encontró nada extraño, nada revelador. Su penitencia únicamente acabó cuando, meses después rehízo su vida con un amigo de la infancia.
La consumación del plan de Félix sucedió sobre las ocho, cuando el edificio sólo lo ocupaban a partes iguales, limpiadoras y guardias de seguridad. Una vez que tuvo todo preparado, en la quietud de su despacho, entornó las persianas y puso algo de música. Bajo los majestuosos acordes de La Valquiria de Wagner, reflexionó un momento antes de darle al ordenador la orden definitiva. Luego, como cumpliendo un rito, de manera ceremoniosa, rítmica, pulsó el “Enter” varias veces. Fue como un paso en el vacío, que lo precipitó hacia el hondo abismo de lo inevitable, y lo dejó inmóvil, aferrado a los brazos del sillón, repasando las caras de aquellos a los que les dedicaba su hazaña. Antes de salir del despacho lo contempló por última vez, olía a madera noble y a perfume, a hipocresía y a éxito. Le sorprendió no sentir ninguna nostalgia al marcharse.
Al día siguiente, todos los periódicos llevarían la noticia a primera plana:
“BANCO DE INVERSIONES SUIZO ARRUINADO.- Uno de sus consejeros destina la mayoría de sus fondos a una ONG de ayuda al desarrollo.”

domingo, 9 de mayo de 2010

CLARA Y ESTANIS


Clara sabe que no es la manera, ni la hora ni el lugar, es consciente de que debería esperar un tiempo, dejar pasar unos días de tranquilidad, incluso unas semanas. No porque piense que existe solución, sino para encontrar una coyuntura más favorable, ese momento en el que uno siente que tiene que dar el paso. Pero ha tomado una decisión, y esta vez no se echará atrás. Al fin y al cabo, esto no es un problema nuevo, lleva mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, analizando los pros y los contras. Sus últimos meses han sido una lucha continua entre dos fuerzas ambivalentes; el deseo de marcharse, proveniente de su corazón, y la obligación de seguir intentándolo, que nacía de su cerebro. Siempre fuiste demasiado cerebral, Clarita, se recrimina mientras cruza la calle hacia la parada de taxis.
Concentrada como anda en sus reflexiones, el timbre del teléfono la asusta, el corazón le da un vuelco. Rebusca en su bolso y al final lo encuentra, tembloroso e iluminado, con un nombre escrito en la pantalla, Rubén trabajo, no lo coge. Silenciándolo, lo vuelve a dejar en el bolso y llama a un taxi.


Estanis se está quedando dormido, el sol de la mañana inunda su habitación de una agradable calidez. Si no fuese ese por olor químico que lo invade todo, los hospitales serian un lugar agradable. Mientras le atrapa el sueño, reflexiona. Una vez escuchó decir que los momentos previos y posteriores al sueño eran los de mayor lucidez, relajado y en la cama; así que piensa en el futuro, en la vida que le espera ahora. La realidad está agazapada detrás de la puerta de su habitación. Sabe que la visita del médico de esta mañana ha sido un punto de inflexión sabe que marcará un antes y un después. Sus noticias han sido como un bofetón ligero pero humillante, como de actriz de Hollywood de los años cincuenta.
La puerta se abre de par en par y entra una enfermera joven, con el pelo teñido de rubio y unos grandes pechos que bailan libres dentro de la bata. ¿Qué tal, cariño? ¿Cómo has pasado la noche? Le molesta la excesiva familiaridad de la chica, pero no dice nada. Entre palabras de afecto le quita el gotero, y al ir a coger algo de la mesa, le pasa las tetas por la cara. Recoge, y se va entre el rítmico ruido de sus zuecos chocando contra el suelo.


Rubén no es la razón, sino una consecuencia de todos estos años de hastío. Clara siente que está llegando a la salida de un enorme túnel, pese a lo duro que está resultando todo, siente una íntima satisfacción en lo que está haciendo, por primera es ella la que dirige su destino. Intuye que sólo hay un camino para salir de la oscuridad, y el camino es Rubén. Mientras pasan rápidos por la ventanilla los enormes edificios de la Castellana, le parece sentir la mano de Rubén, enorme, asiéndola pasional por la cintura. Cuando lo vio, lo sintió tan ajeno a si misma que ni siquiera huyó, no rechazó su contacto y se erigió en una especie de hermana mayor, en una confesora que acabó cazada por su monitor de gimnasio ¿o fue él el cazado?
Se siente rejuveneces ante la cascada de sensaciones que ha descubierto de su mano, justo cuando se había dado por vencida. Sabe que no tendrá muchas oportunidades más de renacer de sus cenizas, y se aferra a la vida huyendo del campo de batalla de su casa. Ha aceptado el trueque; cambia gravedad por ligereza, un hombre con el peso del mundo sobre los hombros, por otro que parece levitar. Y aunque no quiera admitirlo, se dice a sí misma, cambia veinte años de más, por veinte menos…

Ayer, cuando la vio entrar, se trasportó a otra época. Con aquella camisa blanca, Clara estaba espectacular. Y su olor, indefinible, fresco, que transformaba en propio fuera cualquiera que fuese el perfume que utilizara. Pero lo mejor vino cuando entró Julián, y ella se sentó junto a la cama, sonriente ante las tonterías del tarado de su amigo, y dejó caer su mano sobre la de Estanis. Hacía tanto tiempo que no se sentía tocado por Clara... Fue un momento de tal excitación que Estanis tuvo que concentrarse para contener una erección. Se dio cuenta de que hacía mucho que no había mirado a Clara, demasiado tiempo sin olerla, sin fijarse en los hoyuelos de sus mejillas al sonreír. Estuvo a punto de gritar. Es más, estaba seguro de que si todo aquello hubiese sucedido después de la funesta visita del doctor, hubiese gritado.
Maldita enfermedad que lo estaba haciendo confundirse. Cuando volviera por la tarde, a buen seguro Clara sería la misma de los últimos años, con aquella sonrisa horizontal, como forzada, y ese aire ausente de los últimos meses.

La repetición del engaño conduce a la impunidad, o al menos disipa el sentimiento de culpa. La primera vez que Clara se acostó con Rubén, se sentía sucia, indigna; miraba de soslayo a Estanis y casi no podía soportar mantener la boca cerrada, no contarle la verdad, no arrojársela a la cara como quien lanza un vaso de agua. Pero se fue habituando, sus encuentros quedaron para los martes y los jueves, encubiertos por la clase de aerobic, y algún que otro fin de semana de tanto en tanto. Sin embargo, al rascar en su interior, Clara encontraba un arrepentimiento pesado y pegajoso del que nunca se podría librar, que la hacía mortificarse hasta en los momentos más íntimos con Rubén. Y además, ahora con el ingreso de Estanis, las cosas empeoraban, su culpa era más grande que nunca, ocupando todo el espacio que dejaban sus ganas de descubrir.
¿ Le pasa algo, señora? ¿la puedo ayudar?- el taxista había parado delante del hospital, y ella lloraba como una tonta, sin darse cuenta de que habían llegado a su destino, y aquel hombre quería cobrar la carrera. Pago y se marchó, agradeciéndole su atención.

Definitivamente se ha desvelado, ya no retomará el sueño matutino. Mira el reloj y se dice que Clara debe estar al llegar. Ha pensado, como un niño, en la posibilidad de no afrontar la realidad, de no decirle nada a Clara, y que las cosas sigan como ahora; ella cuidándolo en aquella urna de cristal que es el hospital, y él mientras buscando la mejor estrategia para reconquistarla. Pero es imposible quedarse inmóvil, su vida es como en un barco, en el que sólo hay dos opciones, avanzar o retroceder, intuye que su natural inmovilismo no le sacará esta vez de los problemas. Se siente un auténtico perdedor, hace tiempo que entró en una espiral de autocompasión, y casi le hace bien este enorme vacío, al menos así ahuyenta los fantasmas de la culpa. Porque, mírate a los ojos Estanis, se dice, ¿De veras crees que no te mereces todo esto?
Se ha llevado un buen susto al abrirse la puerta. Es Clara. La observa más seria, los ojos vidriosos, y esa línea recta en la sonrisa, más tensa incluso de lo habitual. Lo saluda, y le pregunta por sus estado, pero ni se sienta, ni deja siquiera el bolso en la silla. Estanis huele el peligro de una forma animal, y por un momento piensa en huir.

Se lo ha dicho todo. Le ha dado fechas, y datos concretos, le ha expuesto las razones y su decisión de irse. Sin sentarse siquiera, desde un extremo de la habitación, derramando sin parar lágrimas de arrepentimiento y de liberación, llorando por las heridas de él y por las suyas, por la injusticia de este mundo y por el vacío que se iba formando a sus pies a medida que avanzaba en su relato. Lo ha observado sin decir nada, como si no le sorprendiera lo que estaba oyendo, empequeñeciéndose en medio de las sábanas, despeinado, sin afeitar y vestido con aquel ridículo pijama azul celeste. Cuando ha terminado, le ha pedido disculpas brevemente y se ha ido. Se siente ridícula mientras baja las escaleras con los ojos anegados en lágrimas; ridícula y cobarde, aunque no había mucho que él pudiera decir, no le ha dado siquiera la posibilidad de una réplica. Al salir a la calle, la recibe el ruido de los coches, la actividad de la calle amortigua su sensación de desconcierto. Pensaba que se sentiría liberada, pero es como un niño aprendiendo a nadar y que se aleja de la orilla; ni rastro de liberación, sólo miedo.
Suena el teléfono, y cuando lo encuentra, de nuevo es Rubén. Esta vez sí lo coge, se sienta en las escaleras del hospital, y se lo cuenta todo, sollozando, con una mano en la frente y el codo en la rodilla, ajena a los cientos de personas que suben y bajan.

Lo primero que piensa, es un tanto ridículo. O sea, que esto es la vida sin Clara, pues quizás no sea tan grave... Pero en pocos minutos comienza a sentir el aislamiento, una ligera lejanía respecto al mundo real, el olor plomizo de la soledad. Sin darse cuenta se le ha escapado una lágrima. Tras unos segundos en silencio ha encendido la tele, buscando algún estímulo externo con que distraerse. Agradece la salida precipitada de Clara, no sabe lo que le hubiese dicho, al fin y al cabo todavía le queda algún resquicio de orgullo, por lo que no pensaba preguntarle ningún de talle más de su infidelidad. Ni siquiera le ha dado tiempo de contarle la visita del doctor, aunque ahora no tiene importancia. El hecho de que le hayan dado el alta con tanta anticipación, que hayan descubierto su equivocación en el diagnóstico no fue una noticia excesivamente buena en ningún momento. Ahora tiene que volver a su vida diaria, sólo, sin mancha en los pulmones, que era tan sólo un quiste de grasa, pero también sin Clara.
Al rato, apaga la tele y cierra los ojos, se oyen por el pasillo ruidos de cubiertos, el trajín de las enfermeras sirviendo la comida. Si no fuera por este olor químico, los hospitales serian un lugar agradable.

sábado, 1 de mayo de 2010

FOIX




Hace muchos años, conocí a una criatura excepcional a la que seguí ligado por un extraño vínculo de fascinación hasta el día de su muerte. Un personaje único que generaba una arrebatadora mezcla entre atracción y temor. Su voz áspera sonaba a otra época, tenía la profundidad de algo muy antiguo, acaso un arcano indescifrable. Era una voz poderosa sin sonar autoritaria, y tenía la fuerza del miedo, la de lo desconocido.

Recuerdo que en nuestros encuentros me hablaba desde la penumbra, al fondo de aquella habitación que el desorden convertía en algo parecido a una cueva, en la que olía a cerrado, a olvido y desolación. Desde la oscuridad se distinguía una dejadez animal, como de años de abandono. Pese a todo el tiempo que llevaba esperando aquel momento, a todas las veces que lo imaginé, la primera vez que lo vi, el terror se apoderó de mí tomando mi pecho como granos de arena que se deslizan por un reloj, imparables y huidizos. La turbación me dominaba delante de aquella extraña criatura, al oír su voz me quedé paralizado y no supe que responder.

-Se que me andas buscado hace tiempo y quiero que sepas que no me hace la menor gracia que vayan husmeando tras de mí

Conocí a Bertrand en Foix, un pequeño pueblo de los pirineos franceses. Llegué hasta su habitación después de seguirle la pista durante meses, una búsqueda hacia algo que no estaba seguro de encontrar. Hacía mucho tiempo que había oído hablar de él, y había indagado su rastro por varias localidades del suroeste francés, pero hasta ese momento me había resultado esquivo. Hablé con pastores, con empleados municipales, soborné con chatos de vino a personajes asiduos a los bares, pero la información que conseguía siempre era incompleta. El que había oído hablar de él, no tenía datos concretos o no quería compartirlos, y los que se mostraban más locuaces no tenían la menor idea de su existencia.

Trabajaba de redactor en un pequeño diario parisino cuando escuché su historia por primera vez. Mis horarios laborales eran desordenados y en mi reciente descubrimiento de la noche de aquella sorprendente ciudad, trasnochaba cada día. Andaba siempre en busca del último trago, sin renunciar a las más extrañas compañías ni rehuir los lugares más siniestros.
Una calurosa noche de julio, una prostituta española me habló de que había conocido a un hombre-oso en los pirineos. Me contó que había trabajo con él durante años en un circo, y que el empresario ganaba una fortuna exhibiéndolo, que dormía en una jaula y comía las sobras del rancho que preparaban para el resto de los empleados. Luego lo dejó y no volvió a saber más de él.
Al día siguiente, con mis facultades recuperadas, lejos de los efectos de la absenta, aquella historia no se me había ido de la cabeza, en aquella época soñaba en convertirme en escritor. Me fascinaban aquellas historias fantásticas de Lovecraft, Poe o Maupassant. Pensaba sin duda que aquello podía ser el germen de mi primera novela. Así que esa misma noche, volví al burdel pertrechado de mi cuaderno de notas, y con suficiente dinero para pasar la noche con Dolores. Pero casualmente, ella ya no estaba allí. Me contaron que se fue tras una discusión con el dueño del negocio, que salió empuñando un cuchillo para que nadie la retuviese.
-Como si alguien hubiese querido que esa furcia se quedara aquí …Ja,ja- el gordo camarero reía de manera siniestra enseñando su prominente dentadura.
Aquella fue la primera vez que mi búsqueda quedó frustrada. Pero no sería la última. Tras mucho meditarlo, decidí mandar al traste mi prometedor trabajo de redactor y dedicarme por completo a mi carrera literaria.
La piel de Bertrand, de cerca era brillante, oleaginosa, surcada por mechones de pelo irregulares, algunos densos y largos, otros de un pelo débil, como de enfermo. Los ojos, curiosos puntos negros y brillantes en cuyo interior vivía el miedo , estaban como perdidos en unas enormes cejas que le cubrían los párpados por arriba y por abajo. Por ello eran terribles. Su nariz, siempre húmeda y de color negro como un hocico, se sacudía ligeramente en nerviosos tics. Unas mullidas y torpes manos, oscuras por el vello que las rodeaba, andaban siempre ocultas bajo las mangas de los grandes abrigos en los que intentaba disimular sus formas animales. Bertrand rehuía el contacto personal, lejos quedaban los días en que recorría los pueblos con el circo, mostrando su enorme envergadura parapetado tras las rejas de una jaula.
Su transformación fue paulatina, sutil. Al principio se le cayeron las uñas, una a una y sin producir el más mínimo dolor. Su capacidad para cazar se vio mermada poco a poco, y empezó a perder peso.

Unos días después empezaron a desconfiar de él sus compañeros. Olía diferente, caminaba más erguido y tras las primeras calvas, empezó a revelarse una piel rosada y débil que se rasgaba ante el más mínimo contacto con las piedras, o los arbustos, y que no lo protegía en las frías noches del pirineo. Un día se enfrentó con uno de los machos y quedó malherido e inconsciente. Lo encontraron unos cazadores que lo transportaron al pueblo en una parihuela improvisada. Para ellos no era más que un hombre alto y tremendamente hirsuto, herido por un oso.
A nadie le extrañó que no hablase, el doctor Pinault dijo que se trataba del estrés postraumático. Así que en cuanto se recuperó le enseñaron a hablar, a comer y a manejarse en sociedad como hubieran hecho con cualquier amnésico. Sin embargo Bertrand, al que llamaron así por haber sido encontrado en la festividad de aquel santo, nunca llegó a adaptarse del todo, ni a formar parte de aquella comunidad.
Cuando terminó su periodo de recuperación se convirtió en un paria, mendigando comida, o robándola de las despensas de los vecinos. Vagaba por las calles, desaliñado y perdido, luciendo su enorme figura de andares oseznos. Dormía y hacía sus necesidades en cualquier lugar. Pero lo que lo granjeó la desconfianza del pueblo entero fue cuando, incapaz de reprimir sus instintos reproductivos, se abalanzó sobre una joven que cargaba agua en la fuente. Esa misma tarde lo expulsaron del pueblo a pedradas.
A partir de aquel día empezó su leyenda, no había oveja muerta ni niño desaparecido que no se le atribuyese al hombre-oso. Sus historias se contaban en torno a las chimeneas, o en las tabernas, y en cada relato sucesivo se añadían nuevos y truculentos detalles. Pero la realidad era muy distinta, Bernard vivía del pillaje, dormía junto a los caminos y robaba la comida a los viajeros que se distraían. Una tarde, el dueño del “Cirque du printemps”, que transitaba por aquellas veredas, lo descubrió fisgando en su caravana. A punta de rifle lo metió en una jaula, y decidió que en lugar de entregarlo a las autoridades, se lo quedaría enjaulado para exhibirlo en su espectáculo. Se lo llevó a Foix, un pueblo conocido por su tradición en amaestrar osos, y lo explotó durante años, hasta que pudo sacarle algún rendimiento.
Me contaba aquello si excesiva tristeza, como asumiendo su destino con una resignación natural. Hablaba de manera pausada, lacónica, pero con una extraña profundidad que hacía que mi miedo nunca llegara a desaparecer del todo ante su cercanía. Pese a ello, Bertrand era una criatura vencida, sin esperanzas ni deseos.

Su gran envergadura, su olor corporal desagradable o sus ademanes torpes hacían más evidente su decadencia. Parecía llevar marcadas en la piel las horas de ridícula exposición entre rejas.
Nuestros encuentros no duraron mucho tiempo, pese a su intensidad. Pero en ellos me respondió a todo lo que pregunté. Puede que deseara que su historia fuese contada, que tuviese alguna aspiración de transcender a la posteridad, o simplemente puede que yo fuese la primera persona en preocuparme por él. El hecho es que mientras yo tomaba notas en mi libreta, me relató como tras años de escarnio en el circo, su dueño lo sacó una noche de la jaula, y entre patadas y empellones le dijo que no volviera por allí, que no iba a mantenerlo ni un día más. Un vecino del pueblo, de edad avanzada, soltero y con fama de raro, se apiadó de él y le dio cobijo. Con él vivió durante años, y continuó residiendo en su casa tras su muerte sin herederos.
Bertrand nunca se planteó el porqué de su metamorfosis, de su transformación en una criatura a caballo entre hombre y oso, repudiado por ambas comunidades, era simplemente un superviviente. Lo único que le hacía seguir hacia adelante era su instinto, heredado de su condición salvaje.
A mi regreso a Paris escribí una novela sobre su historia, aunque nadie la quiso editar; algunos la tildaron de falsa, otros de sentimentalista pero el hecho es que aquel escrito había nacido muerto. Volví al periódico, y retomé mi carrera periodística, que no fue excesivamente brillante hasta que tuve que cubrir la crítica gastronómica durante un mes de agosto, en el que el crítico titular estaba de vacaciones. Mis opiniones fueron muy apreciadas por gente influyente, y aquella gente pidió que las redactara más a menudo. Así fue como conseguí mi éxito profesional, una brillante carrera como gourmet.
Seguí En contacto con Bertrand hasta su fallecimiento, le enviaba puntualmente algo de dinero, y lo visité unas cuantas veces. Supe que había muerto por una vecina a la que llamaba por teléfono para comunicarme con él, su muerte fue en parte una liberación, tras la que no sabría decir porqué, me sentí tranquilo, aunque triste. Quizás fuera un sentimiento de culpabilidad, o únicamente el hecho de saber que ahora descansaría lejos de los prejuicios, de las etiquetas, de las convenciones sociales.

lunes, 19 de abril de 2010

MOMBASA, LAGO VICTORA



1ª PARTE: JOHN Y EL HOMBRE DE FUEGO


El calor es asfixiante en ésta tierra inhóspita que no está hecha para el hombre blanco. En áfrica se sienten inferiores, al menos físicamente. Nada que ver con los debates de la sociedad antropológica de Londres, de la que partieron algunos, ni rastro de la suficiencia y la superioridad con la que entre los ingenieros del ferrocarril pensaban en los indígenas antes de tocar esta tierra. Hay un sentimiento de peligro constante en todos ellos, una omnipresente sensación de fugacidad, la salud pendiendo de un hilo, la existencia como una rama seca presta a quebrarse ante cualquier imprevisto. La vida y la muerte se ven como dos caras de una misma moneda, y aunque muchos añoran el día a día de la urbe londinense, y más de uno dedica todos sus pensamientos a aquel día en el que su misión terminará y embarcarán de vuelta a la civilización, ninguno de ellos es ajeno al latir de la vida a flor de piel. Al saberse al filo de la navaja, aquí ningún acto es liviano, ni las intensas borracheras nocturnas, ni una misa en medio de la selva oficiada por aquel extraño fraile de inusitada delgadez, que hace quince años que vive entre los negros. Nada se olvida fácilmente, ni el encuentro con aquella prostituta etíope que olía a madera noble, ni la mirada de un viejo vendedor de antigüedades.
Ian es irlandés, o al menos eso dice su pasaporte, aunque nació en Kenia. Siendo el hijo del maestro de una explotación de madera no estuvo expuesto a privaciones de ningún tipo, siempre se relacionó con los hijos de los funcionarios del gobierno, y con los de los ingenieros que decidieron trasladar a su familia a aquel lejano lugar. Sin embargo en Ian late el corazón de áfrica, en su desaforado amor por las alturas, o en su ansiedad por cazar, en su irreverente forma de caminar por los lugares más peligrosos, y de enfrentarse a los individuos más indómitos. Los nativos lo llaman “hombre de fuego” por su roja cabellera y lo respetan enormemente. A veces olvida que muchos lo miran cuando atraviesa el puerto de Mombasa con paso firme en busca de un nuevo pasajero, aunque con el paso del tiempo se ha convertido en un personaje más de aquel ordenado desbarajuste. Hoy conduce en su avioneta a un individuo recién llegado. Se gira para mirarlo, y lo observa extraviado y confuso, apostaría a que aquel tipo nunca antes había subido a una avioneta. Lo imagina hace una semana tomando el té en algún pomposo salón, y se dice que el mes que viene, cuando vuelva a verlo, ya no será el mismo. Ha visto cambiar a tantos… algunos adaptándose al terreno y curtiéndose, y otros haciéndose cada vez más pequeños y débiles.
Mr. John Tucker, es un joven ingeniero, tímido e inteligente, que se ha educado en las mejores escuelas de Inglaterra. Pese a sus orígenes burgueses, no ha dudado en abandonar el ruidoso Kensington y dejar allí a su joven esposa, para tomar el mando de las obras del ferrocarril Mombasa-Lago Victoria, tras el fallecimiento del anterior ingeniero-jefe. Su plan es hacer venir a su esposa una vez que se haya adaptado al terreno, adaptación que no se le antoja demasiado fácil tras la visión de caótico puerto de Mombasa. Ahora intenta concentrarse para no vomitar ante los continuos movimientos de la avioneta conducida por aquel extraño irlandés que, pese a sus cabellos rojos, parece uno más entre aquellos primitivos africanos.


2ªPARTE: MAGADI


Al llegar a Magadi, hay una comitiva esperándolos. La plana mayor de la East Africa Railway Corporation se ha reunido para recibirlos. Hay incluso una banda de música compuesta por negros embutidos en uniformes militares, que interpreta el himno británico. Al bajar de la avioneta hay continuos choques de manos, enhorabuenas y sonrisas protocolarias. Han preparado una recepción que incluye un buffet del que Ian disfruta enormemente, mientras que Mr. Tucker no prueba bocado. Por la noche, mientras escribe algunas notas en su diario, echará de menos la apetitosa comida que rechazó.
Cuando la avioneta vuelve a aterrizar en Magadi, un mes después, las cosas son muy distintas. John, como lo llaman todos por expreso deseo suyo evitando los excesivos formalismos, ha dejado crecer su pelo, y se mueve por las obras del ferrocarril con destreza y autoridad. Siempre vestido de manera impecable, su atuendo ha adquirido, sin embargo, una elegante informalidad. Es un hombre activo, y el irlandés observa como las obras han avanzado mucho desde que él tomo el mando. Cuando lo viene a recibir a la pista de aterrizaje, lo saluda efusivamente, se diría incluso que está físicamente fortalecido. Almuerzan juntos en la tienda de Tucker, y éste le pregunta por sus cacerías de leones, el ingeniero se confiesa amante de la caza y le comenta su interés en acompañarlo en alguna de sus expediciones. Ian se muestra encantado con la idea, y hablan afablemente durante horas, hasta que el piloto tiene que partir para no ser alcanzado por la noche.
El vuelo de vuelta a Mombasa es espectacular, Ian observa los paisajes vírgenes bajo el sol del atardecer, un manto anaranjado se extiende sobre la sabana, y con la bajada de la temperatura los animales salen a beber y a cazar. Observa manadas de elefantes, familias de jirafas y enormes agrupaciones de ñus. Los hipopótamos salen del agua en la que se guarecieron del calor durante el día, y tranquilos y peligrosos pastan a las orillas del río. Los únicos hombres que observa son los pastores masais, que conducen a sus famélicas vacas en busca de los mejores pastos. Sus casas, de techo de barro son casi imperceptibles desde el cielo. Sin embargo, todo cambia al acercarse a Mombasa, donde se multiplican las pequeñas construcciones, y las calles son transitadas por cientos de nativos en ruidosa comitiva.


3ª PARTE: LA CARTA


“En los meses que siguieron a aquella visita, vi unas cuantas veces más a John Tucker, y aunque nunca concretamos aquella cacería de la que siempre hablábamos, sí adquirimos cierta complicidad. En mis visitas, siempre cenaba en su tienda, y compartíamos largas sobremesas en las que hablábamos de los temas más diversos.
Supe que su vocación era la poesía, pero que su padre, un estricto oficial del ejército inglés, nunca toleró sus devaneos con T.S. Eliot o Byron. John se crió en Mumbai, donde vivía con su familia, en un campamento del ejército inglés, y allí conoció a su mujer Sara. Adoraba hablar de su mujer, y uno era capaz de sentir que la conocía, únicamente guiado por sus descripciones, crípticas pero de una tremenda efectividad. Aborrecía todo lo relacionado con los militares, es probable que debido a su experiencia personal, y hablando de política sabía como tumbar a cualquier adversario.
Después, pasé varios meses sin verlo debido a una caída del caballo en una expedición a Uganda, que me tuvo postrado durante meses, y a punto estuvo de dejarme cojo. Una vez repuesto, mi primer viaje fue a Magadi. Había llegado una misiva urgente para Mr. Tucker y me brindé a llevársela en persona. Recuerdo perfectamente aquel viaje, durante los meses anteriores había llegado a pensar que tendría que dejar de pilotar, por lo que me sentí como si estuviese volando por primera vez. Con el sol del amanecer, aquella tierra parecía estar siendo inventada para mí, sus colores crudos y ocres, la elegancia de las acacias recortadas sobre el horizonte, la vida en cada palmo de terreno brotando nueva.
Cuando le di la carta, John me miró inexpresivo, y tomamos el té aún con la misiva cerrada sobre la mesa. Nada hacia presagiar el desenlace de aquella historia, salvo un extraño brillo en la mirada, entre la distancia y la resignación. Al cabo de un rato, nos despedimos, y volví a Mombasa. Meses después me enteré de que al recibir aquel mensaje, ya sabía que su mujer estaba gravemente enferma por otra carta que su suegro le había mandado unas semanas antes. Sin embargo sus obligaciones laborales le imposibilitaban abandonar Kenya, en ese momento estaban construyendo un enorme puente que quedaría paralizado sin la presencia de Tucker.
Así que concluyó su misión, aquella para la que había venido hasta aquí Y el día después de la inauguración de la línea férrea desapareció. Lo vieron alejarse en uno de sus paseos diarios al amanecer, y nadie le dio excesiva importancia. Antes de caer la noche ya lo estaban buscando, y así transcurrieron varias semanas. Rastrearon palmo a palmo los caminos, preguntaron a todos los jefes de los clanes de alrededor y a los pastores masais, pero nadie pudo dar una pista concluyente para encontrar a Tucker. Muchos lo habían visto, pero había seguido su camino. Me uní a la búsqueda una semana después de su desaparición, e hicimos una batida aérea de la zona, pero nada tuvo el menor resultado, se diría que se lo había tragado la tierra. Lo único que se encontró, unos meses después, en una zona muy distante a la del campamento, fue el diario de John y jirones de su ropa. El pastor que hizo el hallazgo pensó que lo habrían devorado los leones. Semanas después pude leer el diario de mi amigo.”


4ª PARTE: EL DIARIO


“Igual que escribo esto en un papel, podría gritarlo al viento, o susurrarlo a los centenarios eucaliptos que rodean mi tienda. Si mis palabras van a ser oídas, lo serán igualmente. Miro el espacio que me rodea y que iba a ser acondicionado para los dos, y estoy seguro de que te hubiese encantado. Esta tierra es tan bella, y su gente tan especial… En contraposición a lo que se dice en Londres, los nativos son gente respetuosa y con una dignidad fuera de lo común, tienen perenne la sonrisa en el rostro, y unas ganas inacabables de aprender.
He sido tantas personas distintas desde que llegué aquí… Al principio era desconfiado y débil, andaba observando atónito todo lo que acontecía a mi alrededor, temeroso de todo, añorando la civilización. Luego fui acostumbrándome, intentando comprender, abriéndome poco a poco. Ahora sé que no volveré, que este es mi sitio.
Llevo semanas vagando, guiado sólo por el instinto de supervivencia que no me deja caer. He atravesado ríos, y dormido en lugares tan bellos como peligrosos, pero mi deseo de abandonar no debe ser tan grande, porque siempre sigo hacia adelante. La semana pasada dormí con unos pastores que me obligaron a guarecerme con ellos en un cobertizo de barro y a compartir unas gachas de arroz que habían cocinado. Sólo el contacto con la gente me devuelve a la realidad.
Pero te confieso que cada vez ando más cansado, y soy menos cuidadoso con mis actos, ayer, una familia entera de leones pasó junto al camino en el que descansaba, y mirándome, siguieron de largo. Sé que todavía ando cerca de su territorio, puede que me tengan vigilado. No sé si tendré la misma suerte muchas más veces, y no sé si quiero tenerla. Ultimamente sólo tengo ojos para la oscuridad:

I had a dream, which was not all a dream.
The bright sun was extinguish'd, and the stars
Did wander darkling in the eternal space,
Rayless, and pathless, and the icy earth
Swung blind and blackening in the moonless air.
DARKNESS - Lord Byron. “

jueves, 18 de febrero de 2010

HASTA SIEMPRE DOCTOR


Buenas tardes caballero, venía a presentarle una queja en firme. Sé que quizás este no sea el lugar ni el momento más apropiado para hacerlo, pero en cuanto supe que usted estaba aquí pensé que si no lo hacía ahora nunca lo haría, así que vine a verle.

Tengo que decirle que estoy harto de la teoría, que ya la aprendí y que mis problemas siguen sin solucionarse. Me estudié todos los panfletos, las octavillas, asistí a todas las jornadas que usted me indicó, y aunque he de confesarle que conocí a gente que podría calificarse cuanto menos de interesante, no me reportaron ninguna solución práctica a mis problemas, como tampoco usted lo hizo.

Seguí al dedillo sus terapias, palabra de honor, durante meses todos los días dedicaba quince minutos a mirarme en el espejo y repetir con toda la convicción que me era posible “ SOY UN HOMBRE FELIZ “. Sería injusto por mi parte dejar de reconocer que poco a poco les fui tomando cariño a esas cuatro palabras, que al pasar el tiempo llegué a sustituir la costumbre de cantar en la ducha coplas de doña Concha Piquer, y repetía sin cesar la maldita frase. Recuerdo incluso un día que me sorprendí a mí mismo recitando su terapia en voz alta en un autobús de línea. Pero su consejo no tuvo efecto, cuanto más me miraba al espejo más notaba una sensación de alejamiento de mí mismo, como si yo fuese alguien ajeno a mi cuerpo; un día se lo comenté, y usted, el señor psicólogo, me respondió simplemente que “todos tenemos rasgos de neurosis, aunque no sea patológico”. Nunca le dije que después de esa visita viví traumatizado durante más de un mes, traumatizado e insultado, porque usted me había llamado neurótico...

El siguiente paso fue comprarle, porque eso sí, usted siempre fue un poco negociante, el curso multimedia de “COMO APRENDER A SER FELIZ EN DIEZ SESIONES”, que según decía era un complemento perfecto a la terapia que estábamos siguiendo. En un principio me pareció entretenido despertarme y recibir los buenos días que me brindaba el magnetófono, pronunciados por una voz firme y varonil como de doblador de películas clásicas, pero cada día se me hacía más pesado escuchar la retahíla de piropos que me brindaba, supongo que para subir mi autoestima. Pero lo peor de este método fue que me hiz aborrecer la bellísima canción de Serrat “Hoy puede ser un gran día”; su terapia recomendaba escucharla cinco veces al día, así que su admiración por el genial cantautor hizo desaparecer la mía.

Puede que durante algunos días llegara a sentirme bien, y fíjese que le digo bien, y no feliz, que es lo que pretendía al fin y al cabo aquel curso. Sinceramente, nunca pude siquiera acariciar la coherencia conmigo mismo, ni siquiera rozar con las yemas de mis dedos la felicidad que usted me vendió con su espíritu fuerte y libre, a lo único que llegué de verdad es a admirarlo a usted, sentado en su sillón de cuero negro con remaches, tras la mesa de mobila de su oficina, tan seguro de sí mismo, escondido en esa sonrisa que irradiaba una deliciosa paz.

Pero nunca pudo librarme del mal que me aquejaba y que aún hoy me hace más que andar por la vida, reptar por ella. Siempre ocurría lo mismo con cada una de sus terapias, era magnífico levantarse con ellas, uno andaba al trabajo desconocido y los compañeros se sorprendían, “Martínez, estás espléndido” decían, pero todo era pura fantasía… Todo cambiaba sobre las tres de la tarde, al llegar a casa y enchufar la televisión. Mi problema sigue siendo el mismo de siempre, depresión obsesivo compulsiva, como la llamaba usted.

Lo cierto es que no puedo soportar lo que leo en los periódicos, lo que escucho en la radio o lo que veo en el noticiario de la televisión; me quitan el apetito las hambrunas, me duelen las heridas de las gentes caídas en todas esas batallas diseñadas para que mueran y no soporto el dolor de unos familiares llorando por aquel al que perdieron. Me ahogo en las inundaciones, padezco de vértigo cada vez que tengo noticia de algún terremoto y me lleno de cenizas cada vez que un volcán se lleva con su erupción lo poco que tiene la gente que vive en los alrededores, y es que no sé si usted ha reparado alguna vez que la gente que vive cerca de un volcán, del epicentro de un terremoto o a orillas de un río que se desborda, suele ser gente pobre.

Sí, ya sé que todo tiene su medida y que mi patología ha destrozado mi matrimonio y ha llevado al traste la relación con mis hijos, pero qué quiere que le diga, será exagerado hipotecar mi patrimonio en pro de los desastres de la humanidad, pero no me negará que romper una relación padre-hijo por una maldita residencia veraniega no es el colmo del egoísmo. Pues yo le puedo asegurar que mis hijos dejaron de hablarme por haber vendido el apartamento de la playa. Imagínese la de medicamentos que comprarían con ese dinero, la de bocas que pudo alimentar un cuchitril de cincuenta metros cuadrados en una playa donde había que reservar sitio a primera hora de la mañana para poder “disfrutar” de un baño de sol rodeado de críos gritones, de adolescentes maleducados y de familias que, en aras de conseguir su espacio vital, le ponen a uno la fiambrera en la toalla. Francamente pienso que les hice un favor.

Lo del coche fue diferente, es cierto que viviendo en el extrarradio un coche siempre es necesario, pero aquello fue instintivo, lo hice casi sin pensar. Tenía que haber visto a aquella familia de magrebíes con una furgoneta destartalada y atestada de regalos para sus familiares, la alegría de sus caras sí que me hizo sentir feliz por unos instantes, y no todas esas terapias suyas. Pero todo duró hasta que llegué a casa, no se lo puede imaginar, aunque creo que se lo conté en alguna de nuestras visitas, pero aquello había que verlo. La prudencia de mi mujer se desvaneció, sus patadas a la furgoneta acabaron con los faros que quedaban vivos y las que me propinó a mí me dejaron cardenales que todavía no he olvidado. Minutos después hizo las maletas y se marcharon...

Usted siempre me dijo que ésa no era forma de ayudar a nadie, recuerdo una frase suya muy bonita “para querer a los demás tiene que empezar por quererse usted mismo”. Lo cierto es que nunca la entendí, supongo que de otro modo no me hallaría todavía en esta situación, pero no me arrepiento de nada. La gente habla de mí en el barrio, en el trabajo y me tienen por loco, incluso hace unos días recibí una oferta para asistir a un programa de televisión, de esos que hacen por las tardes en los que sale gente rara contando sus experiencias, pero ni me considero raro ni me gusta llamar la atención, así que rehusé asistir.

A mí lo único que me pasa es que me afectan, quizás demasiado, las desgracias ajenas. Ya ve, sin ir más lejos desde ayer estoy completamente destrozado, hundido en la más honda de las tristezas... ¿Pero cómo se le ocurrió saltar a la vía cuando se acercaba el tren? ¿no pensó usted en el disgusto que le daría al conductor? claro que sí lo hizo fue porque usted no pensaba nada más que en sí mismo, en sus problemas. Cuando lo leí en el periódico no lo podía creer, me siento culpable por no haberle brindado mi ayuda, no sé, un hombro sobre el que llorar, alguien con quien comparar su situación desamparada, eso ayuda ¿sabe?.

Hay quien dice que se lo esperaba, que era un tipo muy raro... pero usted era un hombre equilibrado, o eso parecía, de veras que yo lo admiré. Por eso le ruego que no se tome a mal las recriminaciones que le he hecho en esta visita póstuma, simplemente eran cosas que necesitaba decirle, para que no se me quedaran en el tintero. Para que vea que no le guardo rencor, hoy me he prometido no comprar el diario, no escuchar los noticiarios de la radio ni enchufar la televisión, y todo en honor a usted, bueno y al maquinista, que menudo disgusto tendrá el hombre. He conseguido su dirección por medio de un amigo y después le pasaré a ver, no se preocupe, yo le hablaré bien de usted, le diré que lo hizo en un arrebato de locura pero que era buena gente…
En fin, qué más le puedo decir, hay dos personas mirándome desde hace un rato y no quiero que me tomen por loco, así que hasta siempre doctor...