sábado, 1 de mayo de 2010

FOIX




Hace muchos años, conocí a una criatura excepcional a la que seguí ligado por un extraño vínculo de fascinación hasta el día de su muerte. Un personaje único que generaba una arrebatadora mezcla entre atracción y temor. Su voz áspera sonaba a otra época, tenía la profundidad de algo muy antiguo, acaso un arcano indescifrable. Era una voz poderosa sin sonar autoritaria, y tenía la fuerza del miedo, la de lo desconocido.

Recuerdo que en nuestros encuentros me hablaba desde la penumbra, al fondo de aquella habitación que el desorden convertía en algo parecido a una cueva, en la que olía a cerrado, a olvido y desolación. Desde la oscuridad se distinguía una dejadez animal, como de años de abandono. Pese a todo el tiempo que llevaba esperando aquel momento, a todas las veces que lo imaginé, la primera vez que lo vi, el terror se apoderó de mí tomando mi pecho como granos de arena que se deslizan por un reloj, imparables y huidizos. La turbación me dominaba delante de aquella extraña criatura, al oír su voz me quedé paralizado y no supe que responder.

-Se que me andas buscado hace tiempo y quiero que sepas que no me hace la menor gracia que vayan husmeando tras de mí

Conocí a Bertrand en Foix, un pequeño pueblo de los pirineos franceses. Llegué hasta su habitación después de seguirle la pista durante meses, una búsqueda hacia algo que no estaba seguro de encontrar. Hacía mucho tiempo que había oído hablar de él, y había indagado su rastro por varias localidades del suroeste francés, pero hasta ese momento me había resultado esquivo. Hablé con pastores, con empleados municipales, soborné con chatos de vino a personajes asiduos a los bares, pero la información que conseguía siempre era incompleta. El que había oído hablar de él, no tenía datos concretos o no quería compartirlos, y los que se mostraban más locuaces no tenían la menor idea de su existencia.

Trabajaba de redactor en un pequeño diario parisino cuando escuché su historia por primera vez. Mis horarios laborales eran desordenados y en mi reciente descubrimiento de la noche de aquella sorprendente ciudad, trasnochaba cada día. Andaba siempre en busca del último trago, sin renunciar a las más extrañas compañías ni rehuir los lugares más siniestros.
Una calurosa noche de julio, una prostituta española me habló de que había conocido a un hombre-oso en los pirineos. Me contó que había trabajo con él durante años en un circo, y que el empresario ganaba una fortuna exhibiéndolo, que dormía en una jaula y comía las sobras del rancho que preparaban para el resto de los empleados. Luego lo dejó y no volvió a saber más de él.
Al día siguiente, con mis facultades recuperadas, lejos de los efectos de la absenta, aquella historia no se me había ido de la cabeza, en aquella época soñaba en convertirme en escritor. Me fascinaban aquellas historias fantásticas de Lovecraft, Poe o Maupassant. Pensaba sin duda que aquello podía ser el germen de mi primera novela. Así que esa misma noche, volví al burdel pertrechado de mi cuaderno de notas, y con suficiente dinero para pasar la noche con Dolores. Pero casualmente, ella ya no estaba allí. Me contaron que se fue tras una discusión con el dueño del negocio, que salió empuñando un cuchillo para que nadie la retuviese.
-Como si alguien hubiese querido que esa furcia se quedara aquí …Ja,ja- el gordo camarero reía de manera siniestra enseñando su prominente dentadura.
Aquella fue la primera vez que mi búsqueda quedó frustrada. Pero no sería la última. Tras mucho meditarlo, decidí mandar al traste mi prometedor trabajo de redactor y dedicarme por completo a mi carrera literaria.
La piel de Bertrand, de cerca era brillante, oleaginosa, surcada por mechones de pelo irregulares, algunos densos y largos, otros de un pelo débil, como de enfermo. Los ojos, curiosos puntos negros y brillantes en cuyo interior vivía el miedo , estaban como perdidos en unas enormes cejas que le cubrían los párpados por arriba y por abajo. Por ello eran terribles. Su nariz, siempre húmeda y de color negro como un hocico, se sacudía ligeramente en nerviosos tics. Unas mullidas y torpes manos, oscuras por el vello que las rodeaba, andaban siempre ocultas bajo las mangas de los grandes abrigos en los que intentaba disimular sus formas animales. Bertrand rehuía el contacto personal, lejos quedaban los días en que recorría los pueblos con el circo, mostrando su enorme envergadura parapetado tras las rejas de una jaula.
Su transformación fue paulatina, sutil. Al principio se le cayeron las uñas, una a una y sin producir el más mínimo dolor. Su capacidad para cazar se vio mermada poco a poco, y empezó a perder peso.

Unos días después empezaron a desconfiar de él sus compañeros. Olía diferente, caminaba más erguido y tras las primeras calvas, empezó a revelarse una piel rosada y débil que se rasgaba ante el más mínimo contacto con las piedras, o los arbustos, y que no lo protegía en las frías noches del pirineo. Un día se enfrentó con uno de los machos y quedó malherido e inconsciente. Lo encontraron unos cazadores que lo transportaron al pueblo en una parihuela improvisada. Para ellos no era más que un hombre alto y tremendamente hirsuto, herido por un oso.
A nadie le extrañó que no hablase, el doctor Pinault dijo que se trataba del estrés postraumático. Así que en cuanto se recuperó le enseñaron a hablar, a comer y a manejarse en sociedad como hubieran hecho con cualquier amnésico. Sin embargo Bertrand, al que llamaron así por haber sido encontrado en la festividad de aquel santo, nunca llegó a adaptarse del todo, ni a formar parte de aquella comunidad.
Cuando terminó su periodo de recuperación se convirtió en un paria, mendigando comida, o robándola de las despensas de los vecinos. Vagaba por las calles, desaliñado y perdido, luciendo su enorme figura de andares oseznos. Dormía y hacía sus necesidades en cualquier lugar. Pero lo que lo granjeó la desconfianza del pueblo entero fue cuando, incapaz de reprimir sus instintos reproductivos, se abalanzó sobre una joven que cargaba agua en la fuente. Esa misma tarde lo expulsaron del pueblo a pedradas.
A partir de aquel día empezó su leyenda, no había oveja muerta ni niño desaparecido que no se le atribuyese al hombre-oso. Sus historias se contaban en torno a las chimeneas, o en las tabernas, y en cada relato sucesivo se añadían nuevos y truculentos detalles. Pero la realidad era muy distinta, Bernard vivía del pillaje, dormía junto a los caminos y robaba la comida a los viajeros que se distraían. Una tarde, el dueño del “Cirque du printemps”, que transitaba por aquellas veredas, lo descubrió fisgando en su caravana. A punta de rifle lo metió en una jaula, y decidió que en lugar de entregarlo a las autoridades, se lo quedaría enjaulado para exhibirlo en su espectáculo. Se lo llevó a Foix, un pueblo conocido por su tradición en amaestrar osos, y lo explotó durante años, hasta que pudo sacarle algún rendimiento.
Me contaba aquello si excesiva tristeza, como asumiendo su destino con una resignación natural. Hablaba de manera pausada, lacónica, pero con una extraña profundidad que hacía que mi miedo nunca llegara a desaparecer del todo ante su cercanía. Pese a ello, Bertrand era una criatura vencida, sin esperanzas ni deseos.

Su gran envergadura, su olor corporal desagradable o sus ademanes torpes hacían más evidente su decadencia. Parecía llevar marcadas en la piel las horas de ridícula exposición entre rejas.
Nuestros encuentros no duraron mucho tiempo, pese a su intensidad. Pero en ellos me respondió a todo lo que pregunté. Puede que deseara que su historia fuese contada, que tuviese alguna aspiración de transcender a la posteridad, o simplemente puede que yo fuese la primera persona en preocuparme por él. El hecho es que mientras yo tomaba notas en mi libreta, me relató como tras años de escarnio en el circo, su dueño lo sacó una noche de la jaula, y entre patadas y empellones le dijo que no volviera por allí, que no iba a mantenerlo ni un día más. Un vecino del pueblo, de edad avanzada, soltero y con fama de raro, se apiadó de él y le dio cobijo. Con él vivió durante años, y continuó residiendo en su casa tras su muerte sin herederos.
Bertrand nunca se planteó el porqué de su metamorfosis, de su transformación en una criatura a caballo entre hombre y oso, repudiado por ambas comunidades, era simplemente un superviviente. Lo único que le hacía seguir hacia adelante era su instinto, heredado de su condición salvaje.
A mi regreso a Paris escribí una novela sobre su historia, aunque nadie la quiso editar; algunos la tildaron de falsa, otros de sentimentalista pero el hecho es que aquel escrito había nacido muerto. Volví al periódico, y retomé mi carrera periodística, que no fue excesivamente brillante hasta que tuve que cubrir la crítica gastronómica durante un mes de agosto, en el que el crítico titular estaba de vacaciones. Mis opiniones fueron muy apreciadas por gente influyente, y aquella gente pidió que las redactara más a menudo. Así fue como conseguí mi éxito profesional, una brillante carrera como gourmet.
Seguí En contacto con Bertrand hasta su fallecimiento, le enviaba puntualmente algo de dinero, y lo visité unas cuantas veces. Supe que había muerto por una vecina a la que llamaba por teléfono para comunicarme con él, su muerte fue en parte una liberación, tras la que no sabría decir porqué, me sentí tranquilo, aunque triste. Quizás fuera un sentimiento de culpabilidad, o únicamente el hecho de saber que ahora descansaría lejos de los prejuicios, de las etiquetas, de las convenciones sociales.

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