lunes, 8 de febrero de 2010

NUNNARI, EL ANTICUARIO



Cuando se cerró la tapa, el terciopelo negro rozaba su nariz, aunque sin presionarla. Tenía una pequeña apertura a la altura de la boca, casi imperceptible desde el exterior, pero que le permitía respirar. Desde allí dentro gozaba de una relativa comodidad, y en cuanto a lo reducido del espacio, era cuestión de no pensarlo. A pesar de la incomodidad, teniendo en cuenta que el trayecto hasta el destino era de una hora, intentó relajarse, aunque estaba demasiado tenso para dormirse.
Con los ojos cerrados, fue repasando mentalmente el plan; sobre las 13.45 lo depositarían en un almacén adonde iría a recogerlo una empresa de mudanzas que lo llevaría directamente a su destino, que no era otro que la casa de Angello Nunnari “el anticuario”. Hacía años que le seguían la pista a Nunnari, tan conocido por su amor a las antigüedades, como por la crueldad de los métodos que utilizaba para hacerse con el control de toda la cocaína que se acercaba a la ciudad. Su mirada de perro pachón, y su cara excesiva, toda bolsas en los ojos, papada y mofletes, no parecían ser las de aquel desmembrador certero que grababa sus torturas en video. J. había visto varias de aquellas grabaciones en las que “el anticuario” se regocijaba en su crueldad, el protocolo siempre era el mismo.
-Me llamo Angelo Nunnari, aunque ya debes conocerme – la voz de tenor de Nunnari junto a aquel tono amistoso, casi familiar, no hacían presagiar lo que vendría después.
-Créeme que a nadie más que a mi le molesta tener que hacer esto- Entonces desplegaba una aparatosa funda negra en la que guardaba los más abyectos utensilios de tortura jamás concebidos.
Ahora, desde el interior de aquella cómoda isabelina que había sido preparada con esmero, anulando sus cajones y haciendo su interior lo más cómodo posible, la cara de Nunnari apareció en su pensamiento, y ante la idea de la sonrisa del anciano, J. no pudo evitar estremecerse.
Una vez en la casa, todo debería ser más sencillo, saldría de madrugada y se apoderaría del disco duro de un ordenador que se encontraba en la segunda planta. En él figuraba una información valiosísima sobre los laboratorios clandestinos, y nuevos alijos. Nunnari vendió el año pasado más cocaína que cualquiera de los otros grandes traficantes, haciéndose con el control de todo el material de Colombia. La información había sido facilitada hace unos meses por un agente infiltrado del que no se pudieron obtener más datos, al estrellarse como copiloto de un deportivo en el que huían de una persecución policial que él mismo había orquestado… paradojas de la vida.
Pensando en aquellas funestas coincidencias que acabaron con aquel joven subinspector, J. se dio cuenta que el coche había parado, ante el primer movimiento sintió sus músculos entumecidos, lo peor era la absoluta ausencia de movilidad junto a la alta temperatura. El espacio estaba especialmente diseñado para impedir cualquier movimiento, así en el transporte no daría bandazos de un lado a otro, y el peso quedaría equilibrado, evitando sorpresas. Sentía el contacto del caluroso forro con todo su cuerpo, el duro abrazo de la madera no lo obsesionaba pero tampoco resultaba nada agradable. Sintió que ataban varias cuerdas alrededor del bargueño para subirlo al camión. Oía hablar a los operarios, entre los cuales estaban sus dos compañeros, el indio Suarez, pequeño y nervioso, de andares saltarines y mal carácter, y Ejea “el vasco”, un policía secreta retirado hace unos años de la lucha antiterrorista.
El primer golpe lo notó en su cabeza, la cómoda cayó estrepitosamente, aunque no desde gran altura, los dientes le rechinaron y quedó ligeramente aturdido. Pensó que aquello era una mala premonición, y pudo saber por lo que oía del exterior, que el problema estaba en las cuerdas, una se había enganchado, y estaba mal colocada para mover el mueble. Mientras se quejaban del excesivo peso de aquella pieza, supo por los empleados de la mudanza que no había sufrido daños. Sin embargo él estuvo unos minutos conmocionado. Le enfurecía pensar que algo fuera a salir mal, llevaban demasiado tiempo planeando aquello.
Nadie conocía la misión salvo sus dos colegas, de ello dependía parte del éxito, puesto que en múltiples ocasiones se habían desmantelado operaciones parecidas por filtraciones, especialmente en los casos que había cocaína de por medio.. J. era ligero y de una flexibilidad de natural asombrosa, acrecentada por su afición a la escalada, era la persona idónea para hacer aquel trabajo. Sin embargo el pertinaz calor de aquel avanzado verano a mediados de mayo, lo estaba desesperando aunque no quisiera admitirlo, su voluntad era férrea.
-Ya está, sólo ha sido un susto. Nos vamos- dos golpes del “indio” reforzaron su seguridad de que todo iba bien.
Minutos después, al notar la vibración del motor, fue consciente de que aquello era ya el tramo final, de que ya no quedaba ninguna salida. Un cuarto de hora y llegarían a la casa de Nunnari. Lo más molesto era no poder mover el cuello hacia ningún lado, ni hacia atrás, ni hacia adelante…sentía la camiseta empapada en sudor, y se le acababa de dormir el pie derecho. Un estruendo lo sorprendió pensando en ello, después notó un rápido desplazamiento lateral y se estrelló brutalmente contra lo que intuyó que era la pared. Maniobró como pudo para salir del mueble, pero como había imaginado, estaba bloqueado, sus pulsaciones aumentaban frenéticamente, y la saliva se le tornó ácido en la boca. Tiró fuerte hacia afuera una y otra vez sin ningún resultado, pero estaba atado, todavía dentro del camión de mudanzas. Se destrozaría el hombro antes de poder salir. Notaba la presión de su reducido espacio en los talones, en los hombros, a lo largo de la espina dorsal. Tenía la cara húmeda de la condensación de su propia respiración, y notó como empezaba a sufrir las consecuencias de su encierro con un leve pinzamiento en las cervicales.
Cuando empezó a tranquilizarse, oyó la puerta del camión abrirse, y por un instante no estuvo seguro de si debía alegrarse o ponerse en guardia. Pero oyó una voz que lo tranquilizaba desde el otro lado.
-No te preocupes J. hemos tenido un accidente- el susurro de Suarez era ronco, y delataba sus nervios- Una abuela se nos ha tirado encima con el coche. Ten paciencia, estamos haciendo papeles.
-¡Joder Suarez! Me he llevado un susto de muerte- su voz sonaba ridícula amortiguada por le terciopelo.
Así que, finalmente logró calmarse ante la lejanía del peligro inminente. Pese a todo, aquellos minutos se le hicieron eternos. Sentía que sus fuerzas cada vez eran menos, y se planteaba la oportunidad de aquella misión una y otra vez, hasta que notó encenderse el motor y pudo ver más cerca la salida.
Lo demás fue muy rápido, o al menos a él se lo pareció. Llegaron enseguida a la casa del “anticuario” y lo transportaron por el aire hasta depositarlo en lo que debía ser un almacén, a la espera de que el servicio de la casa lo pusiera donde Nunnari había decidido. J. esperó pacientemente a que todo quedara en calma, a que cesara cualquier ruido, un error ahora podía ser fatal… Cuando lo estimó oportuno, comenzó sus maniobras para salir de su escondite. No fue nada fácil maniobrar en un espacio tan pequeño, pero finalmente lo consiguió y la puerta cedió dejando entrar el aire fresco del exterior. Sin embargo, no había ni un atisbo de luz, la oscuridad era absoluta, similar a la de dentro de la cómoda.
Tanteó como pudo a su alrededor, y fue avanzando poco a poco. Se golpeó con un mueble que parecía envuelto en una manta, en el silencio de aquella estancia su corazón acelerado parecía poder delatarlo en cualquier momento. Sin duda estaba en una bodega, el ambiente era fresco y húmedo, y el sudor de la rompa empezaba a enfriársele. Pese a ello, sus sensaciones eran buenas, los músculos liberados de la presión, y aquella temperatura tan agradable. Se sentía bien, en tensión, pero con fuerza. Sólo tenía que encontrar un interruptor para iluminar la estancia, que parecía muy amplia porque no había llegado a tocar la pared todavía. Tanteó un objeto, que supuso que era una silla metálica, como de oficina, y antes de que se diera cuenta le estaba iluminando un enorme foco, justo en la cara.
J. no pudo ver gran cosa a partir de ese momento, cegado como estaba por aquel resplandor, ni siquiera logró articular un pensamiento racional. Se quedó completamente paralizado, inmóvil, observando aquella molesta claridad que le anunciaba que las cosas no iban a resultar fáciles. Y tras unos segundos de incertidumbre, escuchó unas palabras que nunca hubiera querido escuchar
-Me llamo Angelo Nunnari, aunque ya debes conocerme…

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