miércoles, 14 de julio de 2010

UNA POSTAL FAMILIAR


La visión del enorme reloj de pared le producía un dolor casi físico, dorado y ostentoso, se erguía junto a la pared como orgulloso de su mal gusto. Nada más entrar, de la puerta de la izquierda salió el maître, un curioso hombrecillo calvo, vestido con un traje de chaqueta excesivamente grande y que saludó efusivamente a los padres de Alberto, y a éste le dio dos sonoros besos. Alberto los presentó;
-Esta es Verónica, y ellos mis suegros- si os puedo llamar así…- Todos sonrieron aquel comentario, menos Martín, que fue incapaz siquiera de fingir una mueca.
Tras los protocolarios saludos y algún que otra anécdota que pretendió ser graciosa, el hombrecillo los hizo pasar a un comedor de paredes empapeladas y una extraña decoración que recogía lo más abyecto del estilo Luis XVI aderezado con algún toque típico español que revelaba el carácter de “asador” del establecimiento. Martín buscó la mirada cómplice de su mujer, Clara, pero ésta se mostraba esquiva.
-¿A que es precioso?- la madre de Alberto cogió del brazo a Clara y le fue mostrando los más pequeños detalles del salón- La mujer de Damián es decoradora, por eso tiene tanto gusto.
Cuando se sentaron, Martín respiró hondo y se pidió como aperitivo un Dry Martini para intentar digerir todas aquellas sensaciones. Frente a él tomó asiento el padre de Alberto, un adinerado marmolista que sudaba abundantemente bajo su traje de chaqueta color crema. La vista de Martín se centró en el alfiler de corbata, dorado con incrustaciones de piedras, el codazo que le dio Clara lo sorprendió pensando dónde sería posible comprar algo así.
-La consulta la tenemos en Duque de Calabria, dónde la tenía el padre de Martín…- dijo Clara sonriendo a los padres de Alberto.
Observando a su mujer se sintió orgulloso de ella, de su refinada delgadez, la piel morena, y ese estilo único de mover las manos, que se hubiesen hecho entender por sí solas, sin necesidad de palabras. Por un momento se reconcilió consigo mismo, se sintió a gusto. Mientras, Clara seguía hablando.
-Martín es la tercera generación de médicos de la familia, y si Dios quiere, Verónica será la cuarta- su hija enrojeció mientras Alberto la cogía cariñosamente de la mano.
Pensó que junto a Clara, ninguna conversación corría peligro, era una criatura social, tras la que él se resguardaba en situaciones incómodas como ésta. Siempre sabía lo que decir, como agradar, y lo ejercitaba en cualquier foro, solícita y educada desde un club social hasta el mercado, desde una recepción oficial, a la cola del cine. Él observaba. Odiaba hablar cuando no tenía nada interesante que decir.
-…Y eso que los objetivos de este año eran de aúpa - Alberto explicaba cómo había conseguido más ventas que ninguno de los otros jefes de área, cargo al que había accedido de manera prematura para lo que solía ser habitual en su empresa.
Martín observó a su hija, sonriente, como envenenada por la peligrosa droga de la juventud, era una digna sucesora de todas las generaciones de jóvenes engañados y felices, enamorados; Verónica era inocente y parecía embobada por aquel vendedor de coches locuaz y atractivo que no había dejado de hablar en toda la noche. Bebió un buen trago de vino como para mitigar su malestar, mientras observaba al padre de Alberto abalanzado sobre el plato, comiendo con fruición y manchándose el frondoso bigote. Martín se sonrió al pensar en su amigo Koldo diciendo “desengáñate, hoy en día sólo llevan bigote los fachas y los maricones”
-…Pues yo ya se lo he dicho a los chicos– rumiaba entre bocado y bocado el marmolista- Yo tengo un piso en el centro que se acaba de quedar vacío, si lo quieren para ellos…
-Tampoco creo que sea tan urgente- intervino Martín, con un punto de disimulada indignación- Al fin y al cabo, Verónica ni siquiera ha terminado la carrera.
- Pero ya sabes que los jóvenes, lo que quieren es estar juntos, cuanto más tiempo mejor, tu ya me entiendes... - Y soltó una sonora carcajada que a él le pareció más propia de alguna especie animal, que de un ser humano.
Martín sintió una especie de indisposición, y en un repentino acceso de ira se recriminó su falta de valor para abandonar la mesa y dejar plantados a aquellos maleducados nuevos ricos. Creyó atisbar la preocupación en la cara de su mujer, que seguía evitando su mirada, como huyendo de una complicidad que sólo podía hacerles daño. Clara introdujo un nuevo tema de conversación que distendió el ambiente de manera inmediata.
Sin embargo, cualquier nuevo giro que tomaba la conversación, a los ojos de Martín, quedaban más claras las carencias de aquel trío; la madre, bien callada, o bien arguyendo obviedades, el padre, seguro siempre de tener la razón, soltando verdades irrefutables y riéndose sus gracias unilateralmente, y su hijo, todo argumentación y carente de fondo, adornando con abundantes palabras las afirmaciones más banales. Y lo peor es que Verónica se sentía a gusto en medio de aquella barbarie, estaba embelesada con los excesos verbales de su pareja, y reía las ocurrencias del padre, que ya en los postres, desprovisto de la americana, parecía haber sido envuelto en su camisa de seda de color imposible.
Pero nada es eterno, y Martín siempre confió en su paciencia, así que haciendo acopio de estoicismo, esperó que aquello acabara, colaborando con monosílabos y afirmaciones redundantes a aquellas conversaciones que tan poco le aportaban. Entonces, después de los postres, cuando “el hombrecillo” empezaba a recoger la mesa, Alberto se levantó.
-Pues como Verónica no se decide a decirlo, lo diré yo. Papás… Clara, Martín- su hija se cubrió la cara con las manos- Verónica y yo nos vamos a casar- y tras ésta afirmación, con su mejor sonrisa en la cara, dio un paso hacia Martín con los brazos abiertos esperando ser correspondido.
Lo primero que le vino a la mente a Martín fue la imagen de un brazo amputado que vio en su época de estudiante, mientras hacía prácticas en el hospital. La violencia del corte hacía que le miembro ni siquiera sangrase. Se le petrificó la sonrisa en la cara, e inconscientemente se levantó y respondió al abrazo de su futuro yerno mientras notaba que sus poros se abrían repentinamente y empezaba a sudar. Lo cierto es que después no hubiera sabido recordar lo que pasó en los siguientes dos minutos, en los que los padres de Alberto, alborozados, abrazaban a su hija y a su mujer, y después cómo no, a él.
-¡El padre de la novia!, como me alegro de que vayamos a ser consuegros- mientras le palmoteaba la espalda, el padre de Alberto pidió al pequeño maître que sacara dos botellas del mejor champán francés.
Cuando cesó el revuelo inicial, al sentarse de nuevo en la silla, Martín buscó la mirada de su mujer, pero ésta sólo concedió en coger su mano, mientras se dirigía a Verónica, preguntándole por los planes que tenían para la ceremonia. Su futuro yerno, excitado como estaba, hablaba incluso más que antes, como para evitar dejar el mínimo hueco de incomodidad en aquella mesa que todos recordarían por mucho tiempo, aunque no por las mismas razones.
Su consuegro no le permitió pagar, sino que le instó a que le devolviera la invitación, pero a solas.
-Ahora tenemos mucho de qué hablar, que ya somos familia.
Cuando tomaron la calle, el frescor nocturno fue un bálsamo para la inquietud de Martín. Mientras andaba hacia el coche, lo abrazaron por detrás. Supo por las largas manos de uñas naturales aunque cuidadas, que se trataba de Verónica. Se giró y le dio un beso en la coronilla.
-Ni se te ocurra pensar que me he planteado dejarme la carrera, pero para qué esperar más, papá. Sé que es él. –En la profundidad de aquellos grandes ojos distinguió ilusión y miedo, y un deseo enorme de ser aceptada.
A Martín se le humedeció la mirada, aunque disimuló como pudo aquella incómoda emoción. Dio un abrazo a su hija y apretó su cintura buscando provocarle cosquillas. Al minuto siguiente ya estaban todos juntos frente a los coches, se despidieron y subieron por parejas cada uno al suyo. Al marcharse hicieron sonar el claxon.
Cuando se quedó a solas con Clara, apenas iluminados por la furtiva luz de las farolas, decidió guardar silencio. Un silencio compartido, confidente, un silencio que decía mucho, aunque no tenía necesidad de decir nada. Pararon en un semáforo, y Clara se giró hacia el, y sonriéndole con cara de incredulidad, se echó las manos a la cara y comenzó a reírse. El rió junto a ella y la abrazó mientras negaba ligeramente con la cabeza.
Unos segundos después, un coche pitó. El semáforo estaba en verde. Clara puso la primera y los dos avanzaron hacia aquel futuro que les estaba esperando, junto a su nueva familia.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario