lunes, 13 de septiembre de 2010

VILLA LAMETTA


El día en que me asesinaron acababa de cumplir los veinte años, tenía el pelo fuerte y rizado, unos ojos jóvenes y vivos, y no sabía muchas cosas que ahora sé. No sabía que Anetta, la preciosa ayudante de cocina, estaba completamente enamorada de mí, aunque después de un furtivo encuentro en el granero, su indiferencia me hiciese llorar y escribirle los más pueriles versos de amor. No sabía que su padre, mi mayordomo, llevaba robándome periódicamente desde la muerte de mi abuelo. Desconocía también, que toda la nobleza de la comarca ansiaba mis tierras con la cruel avidez que sólo es capaz de generar el dinero, y que para conseguirlas, algunos de ellos habían planeado mi muerte.
Desde mi “no ser”, he reflexionado muchas veces sobre la condición humana, pero quizás por haber dejado de ser uno de ellos, nunca he llegado a entender del todo las razones que llevan a los hombres a actuar como lo hacen. En mi condición atemporal, observo sus actos y me siento como un niño al que le alejan los objetos que le pueden resultar dañinos, por más que intento comprenderlos, me es imposible. Imagino que aquel enorme individuo, que más tarde supe que se llamaba Claudio Pizzioli, obtuvo una razonable cantidad de dinero para jugarse el pellejo entrando en mi casa de noche, con una afilada daga con la que me seccionaría la yugular en una delicada obra de carnicería. No desperté, o al menos no fui consciente de ello, cuando el aire me fue faltando y la sangre empapó mi lecho. Aquel intenso color rojo habría de acompañarme durante muchos años.
El infeliz de Pizzioli fue detenido horas después mientras se emborrachaba en una taberna cercana. Los mismos que le encargaron el crimen, lo acabaron colgando en la Plaza Mayor. No sentí nada especial cuando murió aquel hombre, en mi estado actual los sentimientos son meros automatismos, nada duele, ni alegra, nada excita; todo se mide desde la comparación con la vida anterior, desde la mera teoría. De todos modos, ahora que no me queda mucho tiempo aquí, estoy empezando a valorar positivamente lo que tan decaído me tuvo al principio, cuando añoraba mi antiguo estado. Es agradable esta fría indolencia , este paseo por el tiempo como una masa continua, que no avanza ni pesa.
Cuando descubrí que estaba muerto, supe muchas cosas sin que nadie me las contara, las aprendí de una manera extrañamente natural, simplemente las sabía. Sabía que tenía una función, y que hasta que no la terminara no podría marchar. Sabía que no podía salir de las paredes de mi hacienda, que nadie me veía ni me oía y que sólo podía hacerme presente en momentos puntuales, y únicamente para cumplir mi objetivo. Todo esto lo llevaba grabado de una forma irracional, instintiva, de la manera en que se estampan en uno las cosas más importantes.
Al morir mi abuelo, el duque, me dejó como único heredero de una inmensa fortuna, cientos de terrenos y una enorme arca llena de oro traído de sus viajes. Yo era su único nieto, fruto del matrimonio entre su hijo el mayor, que falleció en la guerra a las órdenes del rey, y de una madre que nunca fue la misma tras un difícil parto de gemelos. Mis hermanos apenas sobrevivieron unas horas. Ella murió meses después, yo tenía dos años. Mi abuelo se ocupó de mi crianza con toda la dedicación que le fue posible. Recibí formación militar, y fui instruido en humanidades. Aprendí con la misma intensidad a esquivar el florín adversario y a acariciar las teclas del piano. Desde la simbólica atalaya en la que me encuentro sé que fui un joven feliz, que vivió sin saber de su limitado tiempo, pero aprovechando cualquier oportunidad de solaz que la vida me proporcionaba.
El primero en aparecer por el palacio, días después de mi muerte, fue mi tío Enrico, el hermano de mi abuelo. Bajó de su calesa con el gesto adusto, y con la excusa de rememorar los momentos vividos con aquel familiar fallecido que era yo, se encerró en mis dependencias. Una vez estuvo dentro, registró cajones, removió arcas y hasta levantó tablillas del entarimado, cegado como estaba por su inmensa avaricia. Buscaba escrituras y documentos que le facilitaran el acceso a mis bienes, y sobre todo ansiaba conocer la situación del arca donde mi abuelo guardaba el oro. Mientras mi tío registraba infructuosamente la casa, desatornillé cuidadosamente las ruedas de su carruaje. Minutos después Enrico caía despeñado por un cercano desfiladero.
Nadie lloró su muerte, era un viejo solterón, conocido por su codicia y su mezquindad. Sus criados lo celebraron con regocijo, y yo, aunque no sentí alegría, sí que tuve el alivio de saber que andaba más cerca de mi liberación. Realmente, lo único que echaba de menos eran los paseos por el campo, recluido como estaba en mi vetusta residencia. En todo momento he envidiado la quietud de las hojas en una tórrida tarde de verano, o el porte de los abetos blanqueados por la nieve, los olores de las hierbas aromáticas o la sensación del viento que corta la cara en una fría tarde.
Desde la ventana de mi estudio, en medio del silencio que invade la casa he pasado horas de contemplación, de reflexión, horas de espera.
Una de esas tardes, protegidos por la confusión de las primeras lluvias del otoño, aparecieron mis siguientes visitantes. El barón de Simoni y el alcalde Puzzo aparecieron solos, cada uno en su caballo, del que se apearon sin decirse ni una palabra. Entraron con rapidez, y tras dejar los caballos en la parte trasera, aún sin hablarse, se dirigieron al salón, como cumpliendo el dictado de un plan preestablecido. Allí golpearon suavemente las paredes buscando el sonido hueco de una pared que albelgara el arca, el preciado tesoro tras el que todos andaban. Alineados frente a la misma pared, uno junto a otro, no fue difícil acertarles a los dos, tras desprender cuidadosamente una de las pesadas vigas de sabina del techo. El peso de la madera los abatió sin que supieran siquiera la procedencia del ataque. Ambos murieron en el acto.
Aquello sí tuvo consecuencias inmediatas. Después de aquel día, el castillo tomó mala fama, la gente murmuraba que estaba habitado por fantasmas, hubo quien habló de la maldición de Villa Lametta, y el número de visitantes cayó radicalmente. Aunque no del todo. La codicia es más poderosa que el miedo, y la mezquindad más que la prudencia.
El siguiente en visitar mi casa fue Andrea. Amigo mío desde la infancia, nadie lloró como él frente a mi lápida, jamás hubo una persona más abnegada para conmigo, nadie más atento. Pero el poder de perversión del oro es insondable, y cegado por la sed poseerlo, Andrea llegó caminando un atardecer de primavera. Crujían bajo sus pies las malas hierbas, que habían tomado por completo los otrora vistosos jardines de la entrada. Entonces supe que él también había conspirado contra mi, tuve una revelación, como un fogonazo, y vi su imagen, junto con los otros, negociando el precio de mi muerte con el gigante Pizzioli. Entonces, su muerte se hizo necesaria. Actué con suma paciencia, que es más virtud de muerto que de vivo, y apenas tuve que alzarlo ligeramente para que cayese en el fondo del enorme pozo, en cuyos alrededores buscaba el arca. No me importó que supiese que era yo quien acababa con su vida, aunque tampoco me produjo placer alguno ver su final, gritando mi nombre con desesperación mientras caía. Lo hice como algo inevitable, como parte de un guión escrito hace tiempo.
Tras aquel encuentro, pasé años y años en soledad, mirando el bosque con anhelo, parapetado tras las ventanas de mi hacienda he visto pasar los días y las noches a la velocidad del rayo, he visto crecer la maleza hasta que tapó completamente la vista de la entrada. El tiempo le dio a todo una devastadora mano de pintura; oxidó los metales, pudrió las maderas, ahumó los cristales. El silencio y la soledad se revelaron mucho más sólidos que los muros de este castillo.
Uniendo todos aquellos hechos fui entendiendo nuevas cosas, como que fueron cinco las personas que se reunieron para poner fin a mi vida, y que sólo me quedaba una persona para acabar con mi labor. Entendí que la esperaría, a él o a su descendencia, todo el tiempo que hiciese falta, más allá de los plazos humanos, de las distancias de los hombres, con la perseverancia de la gota de agua que perfora una piedra.
Afuera, en el mundo real, la gente se fue transmitiendo la historia de una maldición de puertas adentro de este castillo, una historia que trascendió generaciones. Lo que no sabían es que la verdadera maldición era su avaricia, con la que convivían a diario, y que es la que hizo a todos aquellos infelices franquear las puertas de mi casa. Diecinueve años un mes y tres días tardó mi suerte en llegar.
Cuando se abrió la verja, llevaba unos días esperándolo, sabiendo que su día estaba cerca. De lejos sólo pude distinguir una joven silueta que se acercaba sigilosamente, unos metros más adelante me llamó la atención su cabello, rizado, bello, poderoso. Cuando lo pude ver de cerca, su cara me trasportó a otra época. Aquel veinteañero de ojos vivos era una réplica mía, su forma de andar, aquellos ojos claros y misteriosos y el hoyuelo en la barbilla herencia de mi familia materna, no dejaban lugar a duda. El chico se quedó mirando en dirección a la ventana en la que yo me encontraba, y aunque sabía que no podía verme, creí sentir algo similar a un estremecimiento.
Un segundo después lo entendí todo. Me vino a la cabeza la dulce imagen de su madre, la joven Anetta, y la no tan dulce de su abuelo Luciano, mi mayordomo, que era el quinto integrante de aquella infausta mesa. Mientras comprendía que la maldición, pasando de padres a hijos, había acabado cayendo sobre mi propia sangre, ya era demasiado tarde. La gran lámpara de araña que yo mismo había afilado con paciencia mortal, cayó de manera incontestable sobre la espalda de mi hijo. Cuando, un instante después, yacía en el suelo, ensangrentado, pálido, pero libre y lejano, supe que mi labor había terminado.

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