jueves, 7 de octubre de 2010

LA CARTA





Don Esteban sabe donde venden los mejores salazones de la ciudad, conoce a la perfección el horario de misas de todas las parroquias del barrio, y es de los que piensa que dando no se hace nadie rico. Vive sólo en un pequeño piso con poca luz y los techos altos, en la Calle Curtidores número cinco, y su vida diaria es sistemática hasta lo enfermizo. Se levanta sobre las siete de la mañana y se asea tranquilamente, a las nueve sale de casa embutido en su traje de chaqueta gris, tiene uno de invierno y otro de verano carente de chaleco, que está hecho de un tejido más ligero. Su primera parada es para tomar un café con tostadas en el Bar de Fede, de allí sale a dar su paseo matutino por alguno de los grandes parques públicos de la ciudad más o menos hasta la hora de comer. Por la tarde, después de la siesta lee los diarios gratuitos que recopiló por la mañana y asiste a misa cada día en una parroquia diferente. De vuelta a casa, se prepara algo de cena y se acuesta a leer su colección de Obras completas de escritores ilustres en papel de biblia.
En el día de hoy pocas cosas van a cambiar, no se modificará su aseo matutino ni el café con tostadas, ni la recogida de los periódicos gratuitos. Sólo la aparición de la lluvia, poco frecuente en esta ciudad, le ha hecho modificar su recorrido. Hoy don Esteban se quedará en casa, revisará el correo y ordenará las facturas que lleva recogiendo varios días sin haberles dado una ubicación precisa. Así que de vuelta a casa abre el buzón y retira las cartas, todas son recibos menos una, y todas tienen el remitente escrito con letras de imprenta en el sobre, salvo una, en la cual la dirección de envío está escrita a mano y el remite está ligeramente borroso. Al ver la carta a don Esteban le da un vuelco el corazón, la observa detenidamente sin abrirla y se la guarda en el bolsillo, como si pretendiera ocultarla. Sale a la calle y comienza a andar sin rumbo fijo, calándose hasta los huesos, desprovisto como va de paraguas.
Se mete la mano en el bolsillo y toca la carta, su tacto es como el de cualquier otro papel, no parece muy extensa ya que no debe contener más de un folio. A don Esteban le cuesta respirar, y ha empezado a sudar pese a que la temperatura es más bien fresca. Sabe que tiene que abrir la carta pero le da un miedo terrible el hacerlo.
En contra de su costumbre, camina con la cabeza gacha, ensimismado, pisando algún que otro charco y humedeciéndose los calcetines apenas guarecidos tras los zapatos. Decide entrar en un bar y pedir una copa, ya ni recuerda los años que hace que no bebía alcohol. Con la mano temblorosa, saca la carta del bolsillo y la pone encima de la mesa. La tinta de exterior del sobre se ha corrido, y su aspecto es grotesco. Bajo el sello del Quijote, su dirección es ya casi irreconocible.


Al abrir el sobre, encuentra dentro una foto y una esquela. Observa fugazmente la foto y lee el nombre escrito en el recorte de periódico, aunque ya sabe de quien se trata. Don Esteban parece haber recibido sobre sus hombros un enorme peso, se ha quedado inmóvil, con la mirada perdida en algún lugar lejano. Sin embargo, da la impresión de que hubiera estado esperando desde hace mucho tiempo este momento. Su gesto es más relajado, pese a la enorme tristeza de su mirada, y la mano que ase el vaso ha dejado de temblar. Ya no parece nervioso. Tras unos segundos de ensimismamiento, da la vuelta a la esquela y se concentra en la fotografía.
Al mirarla, una tranquila melancolía lo invade por completo. Es una foto de estudio en blanco y negro, la foto de una familia. En el centro, los padres; él lleva un uniforme militar, tiene el gesto adusto y el porte aristocrático de alguien acostumbrado a dar órdenes. Ella es una mujer gruesa con un vestido oscuro, el pelo ondulado pegado sobre la frente, y está sentada sobre una silla de mimbre. Delante, los niños, vestidos de manera impecable con sus pantalones cortos de franela, uno subido a un caballo de cartón, el otro, mucho más pequeño, descansa en los brazos de la madre. Detrás, el decorado realista retrata una plaza de inspiración neoclásica.
Con la fotografía asida entre los dedos índice y pulgar, don Esteban da un buen trago al coñac, que le sabe ligeramente salado al mezclarse con las lágrimas que se desprendieron de sus ojos. Ahora llora tranquilo, aunque con el gesto inmutable; hacía tanto que no derramaba una lágrima… Conoce bien esa foto, incluso recuerda el día en el que fueron al fotógrafo, el olor a puro habano del estudio, y aquel decorado de colores pasteles, como de casa de muñecas. Y sobre todo recuerda el caballo de cartón que tanto tiempo ansió tener pero del que sólo disfrutaba en el estudio del fotógrafo. Pasa mucho tiempo contemplando la imagen, recreándose en los vívidos recuerdos que le inspira, los olores a pan recién hecho de la tahona de debajo de casa, y el recorrido hasta el colegio con su hermano cogido de la mano, el picor de los sabañones en los dedos, y el aroma de su madre, mezcla de laca y agua de colonia de Álvarez Gómez.
Luego observa la esquela, leer un nombre conocido en letra gruesa de imprenta sobre una cruz es como asomarse a un precipicio, “tu mujer y tus hijos te añoran. Descanse en paz”, la sensación de vértigo es casi física, le produce un ligero mareo y el corazón se le vuelve a acelerar. Pese a todo, él no aparece por ningún lado, lo cual es normal, se dice. Intenta calcular los años que hace que no había visto a su hermano, veinte, quizás veinticinco. Mientras pide otro coñac, decide que llamará a su viuda, Adelina cree que se llama, tuvo tan poco trato con ella... Es más, irá a verla, a ella y a esos sobrinos que jamás llegó a conocer. Repentinamente, experimenta una laxitud desconocida en sus músculos, y pese a la tristeza de la noticia, se siente bien. Le gusta haber tomado esa decisión, está orgulloso de si mismo, de su iniciativa. Al salir a la calle sus pasos son más ágiles que de costumbre. Hablará con Adelina, porque él nunca tuvo rencor, pero el paso de los días, tozudos, uno tras otro, van enfriando las cosas y confundiéndolas. Cuando está a punto de entrar de nuevo a casa, de nuevo rompe su rutina y dando un giro, se encamina hacia un restaurante cercano donde come un magnífico cochinillo acompañado por sus reflexiones y una botella de vino. Es encuentra a gusto pese a la nostalgia que le dejó la funesta noticia, y se da cuenta que hacía mucho tiempo que no se sentía así.
Sin embargo, cuando llega a casa, buscando en el cajón de la cómoda el teléfono de su hermano, entre viejos papeles y recuerdos familiares, descubre el testamento de su madre. Una idea recurrente se apodera de él, la siente como cosida a la boca del estómago. La ha estado continuamente tratando de evitar, pero cuando no puede contenerla más, y la desarrolla, un mundo de reproches hacia su hermano se le viene encima. Sin embargo lucha contra ellos; lo pasado, pasado está… Esteban ¿dónde está tu caridad cristiana?, se dice. Bebe un vaso de agua como para intentar digerir la desazón que le invade, intentando diluir el ardor que lo está corrompiendo. Lo hará, llamará a su cuñada, conocerá a sus sobrinos, y les dirá que no importa todo lo que su padre le hiciera, ni sus desaires ni el trato de favor que recibió del abuelo. He perdonado a vuestro padre, les dirá, lo perdoné hace tiempo. Y les contará paso a paso la historia, no con el objeto de reprocharles nada, sino para que ellos sepan lo que tuvo que vivir. Y que pese a todo, él es una persona magnánima, que sabe perdonar.
En cualquier caso, pese a sus buenas intenciones, la inquietud ha ido en aumento, y ahora la indignación ha tomado sitio en su pecho, se ha extendido por sus brazos y sus mandíbulas, que tensa de manera contundente. Ante su estado de consternación decide darse una tregua, cenar frugalmente y leer, y así lo hace. Distrae su mente batiendo los huevos para su tortilla francesa y friendo una sardina de bota. Ordena la ropa interior para el día siguiente sobre la cómoda; los calzoncillos, un pañuelo con la inicial bordada, calcetines y camiseta, todo meticulosamente dispuesto. Se pone el pijama y se dirige a la estantería del salón donde le espera Stephan Zweig encuadernado en tapas de lustrosa piel. Cuando llega a la cama, antes de leer, repasa el día. Piensa que la diferencia de los duelos de alguien cercano con los de aquellos a los que no ves hace tiempo, es que la tristeza que provocan se mitiga mucho antes. Ocurre igual que en las noticias de los diarios sobre grandes tragedias, al tiempo de haber ocurrido uno se entristece, pero si horas después se busca entre los pliegues internos restos de esa efímera desdicha, no hay ni rastro de ella. En Esteban tampoco hay rastro de la tristeza por la muerte de su hermano. Descanse en paz, dice en voz queda antes de apagar la luz.
Pero no le resulta sencillo conciliar el sueño. En la oscuridad, su rencor es un enemigo que lo persigue sin darle tregua. Surge de cada esquina acechante, y se cuela en cada reflexión, haciéndose cada vez más grande. No importa en lo que piense don Esteban, su cabeza siempre hallará un hilo conductor para volver a hacer surgir sus cuentas pendientes, sus reproches. Otra idea surge en su cabeza, y va tomando fuerza rápidamente, como una marea que sube sin pausa y en pocos minutos lo anega todo. ¿Y si no acude al entierro? ¿si lo deja todo tal y como está? Al fin y al cabo, ni siquiera se han dignado a llamarlo, y él es el hermano del fallecido… Cuando consigue dormirse, un horrible sueño se apodera de su inconsciencia. Él, con su edad actual, tiene puestas unas orejas de burro en la cabeza, y está sentado de espaldas a la pizarra, mirando a toda la clase. Enfrente, un grupo de niños pequeños se ríen de él y le lanzan bolas de papel. Su madre es la profesora. Más tarde, la puerta de la clase se abre y el director anuncia alarmado que un toro anda suelto por el colegio, deja la puerta abierta al marcharse y el animal irrumpe en la clase un minuto después. Cuando el enorme bicho se abalanza hacia don Esteban, éste despierta alarmado.
Al amanecer, el sabor de la duda le deja un regusto amargo en la boca. No sabe aún que hacer. No está acostumbrado a la incertidumbre, y lo cierto es que todos aquellos cambios no le están sentando nada bien. Se encuentra cansado, no ha dormido bien, y le cuesta tener las ideas claras. Incluso experimenta cierta sensación de temor ante aquella ambivalencia; se siente como frente a una inquietante puerta, y no sabe si debe o no abrirla. Cuando se da cuenta de que no está en las mejores condiciones para pensar, decide retomar su rutina habitual. Ya tomará una decisión más adelante.
Cuando sale del bar donde desayuna habitualmente, acude a misa de diez a una parroquia un tanto alejada, y a la salida pasea por uno de sus parques favoritos. Poco a poco, y sin apenas darse cuenta, la cabeza se le va llenando de razones de peso para no llamar a su cuñada; a cada paso, un nuevo motivo surge como un obstáculo en su camino. Puede que no quieran hablar con él, seguro que su hermano siempre lo criticó, probablemente el envío de la carta era más un gesto de despecho que de buena voluntad… Según su costumbre, mientras camina enfrascado en sus razonamientos, recopila cuidadosamente la prensa gratuita y más tarde toma el autobús de vuelta a casa. Observa a una mujer que se ha sentado junto al conductor, debe tener la edad de Adelina, aunque su cuñada no era tan guapa. Y eso sin contar su fuerte carácter; ya su madre era conocida por el genio que tenía. Piensa en la llamada de teléfono, e inventa mil salidas para las posibles reacciones de su cuñada. Antes de llegar a su parada, ya está convencido de que ahora no es momento para cambiar las cosas. Mas tarde, come y duerme la siesta después de leer un poco la prensa. Por la tarde hace unas pequeñas compras, y vuelve de nuevo a casa. Se encuentra mucho más tranquilo después de un día “normal”.
Al entrar, observa la carta encima del taquillón. Ya es un objeto del pasado, la decisión está tomada. No llamará a nadie. Con cierta desgana la guarda en el cajón de la cómoda, junto a sus pocos recuerdos familiares. Entonces, una idea se le instala en la mente. ¿ Alguien mandará una carta parecida cuando él fallezca? Le da un vuelco el corazón, y cuando se da cuenta del abismo que acaba de abrir ante sus pies, da un respingo y se va hacia su habitación a ordenar la ropa interior para mañana, calzoncillos, camiseta, pañuelo... Ordena mentalmente su horario y planifica paso a paso sus actividades, mañana es viernes, día de su misa de once en San Juan y San Vicente.

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